Animal print

por Ángeles Alemandi

Dos amigas, una enfermedad. Lo frágil y lo salvaje. Y la vida que despeina arriba de una bicicleta después del cáncer de mama.

Abril 2024

Cuando me compré la bicicleta llovía como hoy. Salí del hospital y me fui directo a la tienda. Me enamoré a primera vista. Toda blanca, con algunas franjas estampadas en animal print, el asiento marrón, el canasto envuelto con una bolsa de tela ajustable. “Quiero esa -le dije al vendedor-, pero te la compro si me ayudás a meterla en el auto, sino la dejo”. El tipo me miró y quizá solo pensó en la comisión de la venta o tal vez se dio cuenta de que ese capricho tenía una razón de ser. Había llorado toda la mañana: tenía la cara hinchada como un escuerzo. Pagué en la caja y el tipo me siguió con la bicicleta hasta el auto. Andaba en un C3, un escarabajo sin cola, cortito, rojo. Viajaba sola, tenía que manejar ciento cincuenta kilómetros hasta el pueblo donde vivía. Los dos nos miramos. Recliné los asientos de atrás y eso duplicó el tamaño del baúl, pero quedaba un tercio de cubierta de la bici afuera. Empujé hacia adelante mi butaca para sumar unos centímetros más. Seguía sin entrar. Empecé a llorar de nuevo.

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Con Paola nos habíamos conocido tres años atrás en un taller de periodismo de la FNPI. Tenía una sonrisa enorme que no desencajaba con el tamaño de su cabeza porque su pelo era un infierno: un matorral salvaje y desquiciado. Era colombiana. Compartimos una semana en aquel curso en Buenos Aires y perdimos contacto. Cuando un amigo que teníamos en común se enteró de que yo empezaba mi tratamiento por cáncer de mama, me escribió para decirme que Paola estaba pasando por lo mismo. Entonces la rastreé hasta que terminamos haciendo una videollamada. Estábamos las dos peladas. Ella me contó que antes de que su pelo empezara a caer fue a cortárselo y se hizo una peluca con sus propios rulos. Me mostró su melena leonina, pero no la llevaba puesta. Yo tampoco quise ponerme mi pañuelo azul en la cabeza. Fue hermoso, como entrar desnudas en una habitación de vidrio y hablar un lenguaje incomprensible para el resto del mundo. Sentíamos la fragilidad en el aire. En aquella cápsula el tiempo corría distinto, más lento o más hondo, un tiempo como de caída hacia el infinito. Hablamos sin drama de la quimioterapia, las cirugías. Ella iba dos pasos más adelante, cuando pasaba una situación, yo estaba a punto de vivirla. Estábamos convencidas de que aquello pasaría y de que lo estábamos haciendo bien.

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Cuando me vio llorar, el vendedor me dijo que lo esperara, que ya volvía. Busqué un pañuelito en la mochila, pero ya no quedaban. Esa mañana, cuando fui al hospital a recibir una medicación intravenosa en la última parte de mi tratamiento, me había sentado en el consultorio de la oncóloga y le había pedido que me dijese la verdad, que me confirmara qué tan cierto era que el 50% de los casos como el mío hacían metástasis. Después no pude hablar más, la desesperación se movía como un pulpo por mi sistema respiratorio, de a ratos los tentáculos me presionaban la garganta, el esófago, la tráquea, los bronquios. Me faltó el aire, me ahogué con mi propio llanto como si fuese un vómito ácido.

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Lo vi regresar con un destornillador. El mes anterior le había escrito a Paola para que me adelantase cómo era la cirugía reconstructiva que yo tenía por delante y ella ya había dejado atrás. Me contestó que estaba en la sala de espera, aguardando a su doctor, que le habían hecho una tomografía de control y no tenía buenas noticias. Dijo: “metástasis en el hígado”. Dije: “esto es una mierda”. No pude dormir esa noche ni muchas de las que siguieron; no le volví a escribir. El vendedor nunca sabría que ayer Paola murió, sin embargo entendía que todo lo que yo necesitaba en ese momento era llevarme la bicicleta blanca con franjas de animal print. Desajustó el manubrio, lo hizo girar perpendicular al cuadro, probó una vez más meterla en el auto y esta vez la bici entró. El baúl se cerró como si se abriera una posibilidad de que mi suerte fuese distinta.

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Pasaron siete años. La bici tiene varios machucones, está desteñida por el sol y el canasto un poco chueco después de algunos porrazos, pero sigo moviéndome por el pueblo en ella. La bici me hace sentir viva porque cuando el viento pampeano me despeina, los rulos leoninos de Paola se despatarran.