Barbie es una de las nuestras
por Ángeles Alemandi
Rosa chicle y estrellitas de colores. El 20 de julio se estrenó la película que tiene como protagonista a la muñeca más vendida del mundo. Tres amigas fueron al cine y descubrieron que en la pantalla pasa algo inesperado: feminismo y fantasía se hacen un festín.

Estamos en una sala de cine. A mi derecha Guillermina suelta una carcajada. A mi izquierda, Mónica sonríe. Miramos Barbie, la película dirigida por Greta Gerwig. Nos sentamos en estas butacas sin tener muy en claro qué hacemos acá, qué esperamos de la famosa muñeca de Mattel. Tenemos más de 40 años. Moni nunca tuvo una Barbie sino una versión más ajustada al bolsillo de su familia y que se le parecía bastante a la original, se llamaba Susana Giménez. Guille llegó a comprarse la casa de Barbie -rosa, de cuatro pisos, con ascensor- porque invirtió bien el dinero que la madre, el padre, los tíos y abuelos le regalaron para su primera comunión. A mí me robaron la única Barbie que tuve y ante esa tristeza, a los 10 años, escribí mi primer poema. Vinimos a divertirnos y hasta recién funcionaba, pero de pronto está pasando otra cosa. Todo es fosforescente, rosa chicle, va sobre ruedas... cómo es posible entonces. Ryan Gosling, que aquí es Ken, me obnubila, aunque la hipnosis me la provoca Margot Robbie, la actriz que interpreta a la Barbie rubia. Cuando ella, o la muñeca que es ella, tras una crisis existencial sale de Barbieland e ingresa al mundo real, su cuerpo se contractura, su rostro se desencaja, su mirada se oscurece, no sabe nombrar la violencia, pero ya no es de plástico y siente mucho más de lo que hubiese sospechado. Rápido me olvido de todo lo que odié de Barbie al crecer: su perfección estereotipada ya no me molesta. Ella es una de las nuestras. Contempla a su alrededor enfundada en unas pilchas ridículamente lindas y la dulzura de las personas la estremece, el machismo que la acorrala la asusta, el paso del tiempo deja de importarle. Ahora, en este momento de la peli, está sentada en una parada de colectivos, junto a una anciana, y mira a esa mujer mayor como si la abrazara, le dice que es hermosa y ésta sonríe, encorvada, responde: ya lo sé. Las dos ríen. Algo me duele muy adentro. ¿Cuánto hace qué estamos acá? ¿Una hora? Mi corazón ya no se agita en ese mar de la infancia con el que conecté al principio, los minutos corren en la pantalla gigante y pronto las aguas dejan de ser decorado, una ola crece, se me viene encima en una sola escena, furiosa escena de discurso feminista, y me ahoga, me entumece, me expulsa hasta dejarme hecha una mujer que se escurre los mandatos en la orilla. Entonces sé lo que necesito: mi mano derecha busca la mano de Guille; la izquierda, la mano de Moni. Mis amigas. Vivimos en un pueblito, al sur de La Pampa, hicimos 150 kilómetros para llegar a la ciudad solo para ver Barbie. De niñas las tres jugamos con la muñeca: entonces no nos conocíamos, vivíamos muy lejos una de las otras, aunque nos contamos la misma historia de fascinación, de mundos imaginarios, de ropas que se hacen con retazos de tela y muebles de cartón para volver más divertida la vida de una Barbie. Ruth Handler la inventó en Estados Unidos y en 1959 lanzó el producto al mercado, la llamó así por su hija Bárbara. Se dice que, desde entonces, se vendieron más de mil millones en todo el mundo y ya hay más de 175 modelos diferentes de muñecas. Con Guille y Moni llevamos varios minutos de la película tomadas de las manos, apretándonos fuerte, hasta que los colores vibrantes vuelven a aturdirnos, nos sacuden el cuerpo, y regresamos a una fiesta fantástica, entendemos sus reglas, podemos reímos más fuerte que antes. Y ahora que llegamos al final, mientras pasan los créditos a toda velocidad, sé que tal vez, tal vez, en esta hora cincuenta y cuatro minutos aprendimos un poco más de nosotras mismas, que es como decir de todas nosotras.