Día del trabajador y la trabajadora, ecos de la Patagonia Rebelde

por José Luis Alonso Marchante

Eran peones, gauchos, chilotes. Eran trabajadores. En 1921 dieron vida a la huelga que desafió la injusticia y lo más inhumano del capitalismo. Murieron fusilados por las balas del Estado. Bajo el título “La patria asesinada. Una historia de lucha y dignidad” este texto pertenece al libro “La Patagonia Rebelde - 100 años”, editado por Red Editorial y la Biblioteca Popular Osvaldo Bayer de Villa La Angostura

Mayo 2022

En Buenos Aires, en uno de los barrios más exclusivos de la ciudad, se encuentra el emblemático cementerio de la Recoleta. Fue construido en 1822 aprovechando el espacio del huerto de un convento religioso. Su aspecto actual es de un período posterior, de 1881, cuando en su ampliación se levantó el portón de entrada de estilo neoclásico y el grueso muro de ladrillo que lo circunda. Casi cinco mil bóvedas y panteones se agolpan en el recinto sepulcral, algunos de ellos diseñados por los más notables arquitectos de la época, rodeados de bellas esculturas y ornamentos funerarios. Contienen los restos mortales de los más significativos próceres de Argentina, desde presidentes hasta magistrados, obispos y legisladores, intelectuales y banqueros. Los miles de turistas que acuden diariamente a visitar el cementerio se afanan en identificar, provistos de un mapa, las tumbas de sus inquilinos más famosos. Al panteón donde está enterrada Evita Perón, el más frecuentado del cementerio, le siguen en popularidad los sepulcros de los más importantes presidentes del país: Roca, Mitre, Sarmiento, Yrigoyen o Alfonsín.

Sin embargo, pocos visitantes reparan en uno de los primeros mausoleos, situado casi nada más atravesar la puerta de entrada, en el lado derecho de la avenida principal. Dos columnas sostienen un pórtico de estilo griego, flanqueando una robusta puerta negra de hierro dotada de una pequeña ventana en forma de cruz por la que se puede entrever el interior. Está construido en mármol y, por su privilegiada ubicación dentro del cementerio, ya podemos intuir que pertenece a alguien muy importante. Dentro están albergados los restos de una única persona, un hombre tremendamente poderoso que nunca contrajo matrimonio y que murió a los setenta y tres años de edad sin dejar descendencia legítima. Aunque su nombre resulta desconocido para la mayoría, tiene un papel protagonista en esta historia. Se trata de Alejandro Menéndez Behety.

Nacido en Buenos Aires en 1875 pero criado en la ciudad chilena de Punta Arenas, Alejandro era el primogénito varón del potentado español José Menéndez, conocido como “el rey de la Patagonia” por haber puesto en pie una fortuna de fabulosas proporciones en el sur de Chile y Argentina. Fue el heredero del impresionante imperio económico de su padre, con quien en vida mantuvo fuertes roces debido a la personalidad autoritaria e intransigente de ambos. Alejandro se instaló muy pronto en la capital argentina desde donde engrandeció los negocios familiares gracias a sus cualidades empresariales, a su desmedida ambición y a las relaciones y vínculos que estableció con los miembros más influyentes de la sociedad porteña de comienzos del siglo XX.

Un poco más allá del panteón de Alejandro, una vez traspasada la pequeña rotonda central del cementerio donde se ubica la estatua del Cristo redentor, y girando por una de las avenidas hacia la izquierda, llegamos a otro imponente mausoleo. Es la cripta propiedad de Enrique Gómez Palmés, hijo de un acaudalado comerciante e industrial gallego y esposo de Herminia Menéndez Behety, la hija menor de José Menéndez. En el sótano de ese panteón se agolpan en gran desorden una veintena de ataúdes, unos encima de otros en precario equilibrio. A aquellos que se atrevan a adentrase en su interior, enseguida les llamará la atención el nombre que figura escrito en la placa metálica colocada sobra la tapa de uno de los féretros: Moritz Braun, otro de los personajes de este relato.

Había nacido en 1865 en la ciudad de Talsen, en la península de Curlandia, y de niño arribó a Punta Arenas junto a sus padres en un barco repleto de inmigrantes centroeuropeos. A los treinta años de edad contrajo matrimonio con Josefina Menéndez Behety, la hija mayor de José Menéndez y hermana de Alejandro, con la que tendría diez hijos. Braun fue el impulsor de la todopoderosa Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, que monopolizó completamente el negocio ganadero del lado chileno de la isla Grande, siendo también uno de los principales responsables del genocidio contra el pueblo selk’nam. En 1908 fundará junto a su suegro la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia, conocida popularmente hasta el día de hoy como “La Anónima”, la colosal empresa propietaria de decenas de estancias ganaderas, sucursales comerciales y líneas de navegación en el extremo más austral de la Patagonia. En esta sociedad, Moritz Braun desempeñará el cargo de presidente y su cuñado Alejandro Menéndez Behety ejercerá como vicepresidente. “La Explotadora” en Chile y “La Anónima” en Argentina se repartirán prácticamente todo el negocio ganadero de la Patagonia sur y Tierra del Fuego. Detrás de ambas sociedades estaban los mismos dueños y los capitales británicos.

En Buenos Aires se encuentra desde 1913 la sede central de “La Anónima”, en el emblemático edificio de la Avenida Roque Sáenz Peña 541, donde hoy todavía siguen las oficinas de esta compañía y del entramado de sociedades de la familia Menéndez-Behety. Muy cerca de allí está la sede del gobierno y el congreso, cuyas lujosas galerías Moritz Braun y Alejandro Menéndez Behety recorrían con familiaridad, saludando aquí y allá a funcionarios, diputados y ministros. Los terratenientes patagónicos no dudarán en conspirar alrededor de los congresistas para modificar las leyes de tierras a su favor y así conseguir sus ambiciosos intereses.

La correspondencia comercial de los propios estancieros contiene las pruebas indiscutibles de cómo sobornaban a los políticos de turno. En una carta Alejandro Menéndez Behety confesaba: “He visto nuevamente a los varios diputados que intervendrán en el asunto y que están completamente decididos a apoyar y obtener la alteración de la ley”. Mientras por su parte Moritz Braun se jactaba, haciendo referencia subrepticiamente a las comisiones que debían pagar a los intermediarios, de que “todo es cuestión de un poco de aceite aquí y allá para que las ruedas caminen fácilmente”. Alejandro, en otra misiva, se vanagloriaba de que “nosotros mismos nos encargamos de modificar los artículos que nos interesan en la misma ley del ministro y hemos hecho así una ley modificada enteramente de conformidad con nuestros deseos”. Era por tanto de una práctica habitual empleada por los grandes latifundistas del sur, consistente en pagar un porcentaje por hectárea a quienes, con su actuación corrupta, favorecían la compra y acumulación de más y más tierras públicas en manos de los codiciosos estancieros.

Fue así como los Menéndez y los Braun se adueñaron en el sur de Chile y Argentina de una enorme región destinada casi exclusivamente a terreno de pasto para sus ovejas. Moritz Braun llegará a admitir la posesión, a su nombre o como asociado, de cuarenta estancias en la Patagonia con un total de tres millones de hectáreas. Por su parte José Menéndez y sus hijos se apropiaron de millón y medio de hectáreas en Tierra del Fuego, Santa Cruz y Chubut donde tenían 900.000 lanares. Estas descomunales cifras lo son todavía más si tenemos en cuenta que las leyes chilenas y argentinas de la época limitaban a un máximo de treinta y veinte mil hectáreas respectivamente las tierras que una persona o sociedad podían poseer.

Muchas de estas explotaciones ganaderas se habían puesto en marcha gracias al capital británico y serán los ingleses los que monopolicen toda la producción de lana para su poderosa industria textil. No debe extrañarnos la fuerte presencia británica en la Patagonia puesto que el presidente Roca, el artífice de la sangrienta Conquista del Desierto, fue agasajado en Londres en 1887 con un gran banquete financiado por empresarios y banqueros de la City. En aquella ocasión pronunció un discurso ante sus anfitriones en el que dijo: “La República Argentina, que será algún día una gran nación, no olvidará jamás que el estado de progreso y prosperidad en que se encuentra en estos momentos, se debe en gran parte al capital inglés”. De este modo, los grandes terratenientes y los inversionistas británicos regirán el destino económico del inmenso territorio de la Patagonia tanto en Chile como en Argentina.

A casi tres mil kilómetros de distancia de la necrópolis de Recoleta existen otras tumbas mucho más modestas, pero estrechamente emparentadas con la historia de estos grandes “prohombres” patagónicos que yacen en sus fastuosos mausoleos de Buenos Aires. En realidad son simples fosas comunes, diseminadas aquí y allá entre la maleza, apenas indicadas con una cruz de madera o un montoncito de piedras, aunque en la mayoría las señales se han borrado completamente. Se trata de enterramientos apresurados, poco profundos, hechos por las manos callosas y temblorosas de los mismos hombres que iban a ser sepultados en ellos. Están al borde del camino, a las afueras de una estancia ganadera, pero lo suficientemente cerca como para que el viajero pueda descubrir desde allí los galpones y corrales e incluso distinguir los tejados de la casa patronal.

Nos referimos a las tumbas de los peones rurales que fueron fusilados en diciembre de 1921 en la estancia Anita, propiedad en aquel tiempo de Moritz Braun y cuyos dueños actuales son descendientes de esa gran familia de terratenientes. A pesar del casi medio millón de personas procedentes del mundo entero que visitan cada año el glaciar Perito Moreno, muy pocas guías turísticas señalan lo que ocurrió allí, tan cerca de la octava maravilla del mundo. Casi nadie se toma la molestia de desviarse de la carretera general para acercarse a rendir homenaje a esos huelguistas, asesinados simplemente por haberse atrevido a mirar directamente a los ojos de sus patrones. En ese mismo lugar, a unos treinta kilómetros de distancia de El Calafate por la ruta nº. 15, se alza el cenotafio construido a fuerza de obstinación y solidaridad por los vecinos de la zona y que recuerda uno de los momentos más trágicos de la historia del movimiento obrero patagónico.

Será precisamente durante las legendarias huelgas rurales en los años 1920 y 1921, cuando los caminos de peones y estancieros se crucen trágicamente. Las protestas de los trabajadores de la Patagonia constituyen el tercer hito importante dentro de la historia del movimiento obrero patagónico-fueguino. En enero de 1919, en Natales, los obreros del frigorífico Bories, propiedad de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, comenzaron una revuelta contra la intolerable carestía del nivel de vida. El almacén de la casa Braun & Blanchard había subido arteramente los precios de los artículos de primera necesidad y los trabajadores reaccionaron destruyendo el negocio y apoderándose de la ciudad. Fue la famosa “Comuna de Natales” de inspiración libertaria, reprimida violentamente por el ejército chileno y por las autoridades, que impondrán severas penas de muerte a los obreros rebeldes. Fuerzas de la policía argentina, en uno de los primeros ejemplos de colaboración represiva entre ambos países, llegaron incluso a ingresar a suelo chileno por la zona de Cancha Carrera, con el objetivo de capturar a los revolucionarios prófugos. La columna estuvo al mando del infausto capitán Diego E. Ritchie, quien luego formaría en Río Gallegos la rama local de la Liga Patriótica Argentina. Dirigía una compañía de cincuenta gendarmes que se desplazaban en tres vehículos proporcionados, junto con los chóferes, por el garaje de “La Anónima”.

Año y medio después, en julio de 1920, se produjo otro sangriento suceso que en este caso tuvo por escenario la ciudad de Punta Arenas. Ante el creciente poder de la Federación Obrera de Magallanes (F.O.M.), los patrones y las autoridades organizaron una “guardia blanca”, verdadero grupo de choque compuesto por empleados ejecutivos, militares retirados y capataces, que debía dar un escarmiento a los trabajadores. Amparados por la obscuridad y cuando todo el mundo dormía, atacaron el local obrero y lo incendiaron: “el pueblo fue despertado por un nutrido fuego de fusilería y tiros de pistola y revólver, que duró cerca de tres cuartos de hora, terminando las descargas con el incendio del local de la Federación Obrera. Las bombas acudieron con la presteza acostumbrada, pero se encontraron que no había agua. Los obreros se defendieron y se generalizó el tiroteo”. En total, doce obreros y dos de los asaltantes murieron ese día. Uno de los implicados en la criminal agresión fue Alfredo Gorostiza, gerente de la Sociedad Anónima Ganadera y Comercial Menéndez-Behety.

Pero será en la provincia de Santa Cruz donde la represión contra los jornaleros alcance dimensiones pavorosas. En noviembre de 1920 los trabajadores del campo inician una huelga para reclamar por la mejora de sus penosísimas condiciones de trabajo; extenuantes jornadas de sol a sol, salarios miserables pagados en muchas ocasiones con vales o fichas que debían obligatoriamente canjear en las mismas tiendas de las sociedades ganaderas o instalaciones muy deficientes que no reunían las mínimas condiciones de higiene. También exigen el reconocimiento de la Sociedad Obrera de Río Gallegos o algo tan básico como que en cada puesto o estancia haya un botiquín médico con instrucciones en español. La protesta, en la que se ocuparon estancias y se retuvo como rehenes a algunos capataces y administradores, fue dirigida por los argentinos José Font alias “Facón Grande” y Albino Argüelles, los chilotes Roberto Triviño Cárcamo y José Luis Descouvieres Mansilla y los españoles Antonio Soto Canalejo y Ramón Outerelo. Las asambleas se suceden por todo el territorio, se forman comités y cada vez más peones se suman al movimiento revolucionario.

Inicialmente, los hacendados cedieron ante parte de las demandas de los trabajadores, firmándose un convenio que, sin embargo, no fue respetado por los patrones. Tras el incumplimiento del acuerdo y la consiguiente reanudación de las protestas, los estancieros exageraron deliberadamente los daños causados por los huelguistas, a los que acusaron de simples bandoleros, y reclamaron a las autoridades el envío del ejército para sojuzgar a los jornaleros. Alejandro Menéndez Behety y Moritz Braun, desde la capital argentina, fueron los principales promotores de la represión contra los huelguistas. Los terratenientes ganaderos le pidieron al presidente Hipólito Yrigoyen mano dura contra los obreros de Santa Cruz, siendo ellos los instigadores del brutal castigo impuesto a los jornaleros en huelga. No podían permitir que nadie cuestionara sus privilegios, jamás iban a consentir que alguien osara tocar su imperio económico.

Nos lo cuenta el historiador Osvaldo Bayer en “La Patagonia rebelde”, la monumental investigación y obra imprescindible sobre las huelgas rurales: “Comienzan los ganaderos —con Alejandro Menéndez Behety a la cabeza— a dirigir mensajes desesperados a Yrigoyen. Los diarios de la capital ya hablan de depredaciones y comienzan a utilizar la palabra “bandoleros” para referirse a los peones en huelga”. En efecto, las noticias de los diarios de la época, siempre en connivencia con el poder económico y político de quien recibían prebendas y subvenciones, hablaban de “hordas de sanguinarios bandoleros” que se habían apoderado de las estancias de Santa Cruz sembrando el terror en la Patagonia. No importa que los propios militares llamados a reprimir a los obreros hayan constatado en sus diarios e informes estas exageraciones; la idea de un territorio asolado por los huelguistas se impondrá en la memoria oficial.

El 24 de noviembre de 1920, un año antes de que la revuelta fuera ahogada en sangre por el ejército, atraca frente a Río Gallegos el vapor Argentino, perteneciente a la flota de “La Anónima”. En él viajan Moritz Braun y Alejandro Menéndez Behety, que se dirigen a Punta Arenas para inaugurar el monumento a Hernando de Magallanes donado en su testamento por el “rey de la Patagonia”. Las autoridades los reciben con toda pompa y ceremonia y el diario “La Unión” celebrará la breve visita de los “acaudalados estancieros y fuertes comerciantes”. Unos meses después, los grandes terratenientes, para ganar tiempo y preparar convenientemente la represión, aceptarán los pliegos de condiciones que les presentan los obreros huelguistas, un documento que lleva estampada la firma de Moritz Braun y Alejandro Menéndez. Bayer define a estos dos hombres así: “eran los más inteligentes, los más poderosos en cuanto a sus influencias en Buenos Aires, y los hombres que cautelosamente iban preparando la solución definitiva de la crisis”.

Mientras, en la capital se organiza la maquinaria represiva, poniendo de acuerdo al Gobierno, la Sociedad Rural y el ejército. El 10.º de caballería a las órdenes del coronel Varela desembarca en Río Gallegos y comienza una lenta progresión con sus tropas por el territorio. Después de diversos enfrentamientos armados en los que los militares solamente tienen que lamentar una baja, los obreros son finalmente derrotados. Las autoridades chilenas cerraron la frontera, lo que no impidió que algunos de los jornaleros lograsen escapar. Pero la mayoría se entrega a las fuerzas militares, son simplemente huelguistas, no tienen las manos manchadas de sangre. Sin embargo, la masacre está a punto de desencadenarse en el sur. Todos aquellos que hubieran participado en la revuelta tienen ya el sello de la muerte en su rostro. Los estancieros y administradores, convertidos en improvisados jueces, no vacilarán en señalar también a aquellos peones más levantiscos que protestaban ante los abusos del patrón o incluso a quienes se les adeudaban jornales.

Ni siquiera los más jóvenes se van a librar de una muerte atroz a manos de los militares. Es el caso de Ramón Pantín, un muchacho de tan solo diecisiete años de edad. Español, originario de A Coruña, su familia emigró a la Argentina huyendo de la miseria de su tierra natal, buscando una oportunidad para sus hijos. Llegaron a Calafate en 1913 siendo una de las primeras familias de pobladores, genuinos pioneros que vivían y trabajaban en aquel lugar, haciéndolo prosperar con su esfuerzo. Cuando se produjo la revuelta de los peones rurales, Ramón Pantín no lo dudó y se unió a las filas de los huelguistas. Tras la derrota de la rebelión por el ejército, Ramón fue fusilado por orden de Robert Riddell, administrador de la estancia Anita, y sus restos están en una fosa común junto a los de sus compañeros asesinados, chilenos, argentinos, williches, españoles o alemanes. No obstante, las gentes de Calafate conocen la auténtica historia y hoy el apellido Pantín es evocado con respeto y admiración, sus descendientes lo portan con orgullo e incluso la municipalidad le ha rendido homenaje poniendo el nombre de Ramón al puente de acceso al municipio.

Y es que precisamente la estancia Anita va a ser el escenario de uno de los asesinatos en masa más criminales de toda la historia de Argentina. Un grupo de un centenar de huelguistas se rinde aquí ante las fuerzas militares argentinas. El capitán Viñas Ibarra recorre la larga fila de prisioneros desarmados, con las manos en la espalda o en el costado, formados delante de uno de los galpones de la estancia. Junto a él los estancieros y administradores, que señalarán a los cabecillas de la huelga que van a morir y, a cambio, se les permitirá liberar a los peones de buena conducta, que se reintegrarán, cabizbajos, a las estancias.

Serán fusilados para dar ejemplo, tras obligarles a cavar una zanja apresurada. En palabras nuevamente de Bayer: “Aquí, en “La Anita”, se les van a acabar las ganas a todos los peones de hacer nuevamente huelga, por los siglos de los siglos. Aquí se va a limpiar de tal manera la cosa que desde ese momento los trabajadores de las estancias tendrán que agachar el lomo y pensar en trabajar, nada más. Se acabó el pendón rojo, el sindicato, los petitorios, las cancioncitas que hablan de revolución social. Aquí estaba el ejército argentino para sanear definitivamente esa región. Así como los grandes latifundistas habían saneado, años atrás, de indios, todos los campos de pastoreo”. El profesor Luis Mancilla en su extraordinario libro “Los chilotes de la Patagonia rebelde” traza un vívido cuadro de la trágica suerte que les esperaba a sus paisanos: “A sus espaldas un cerro de coirones y piedras por donde baja arrastrándose el viento cordillerano que viene del purgatorio. Cerro que ese montón de peones, angurriento chilotaje que no sabe que ese será el cementerio de ellos, los desgraciados que permanecen formados en dos filas, silenciosos resignados a su mala suerte, como si estuvieran esperando embarcarse en un vapor de chimeneas humeantes que los llevará en un último viaje. Un viaje que no tiene regreso. Toda la naturaleza permanece en silencio, el viento borrará las huellas de la muerte en ese cementerio que nadie recordará porque esos hombres desamparados no merecieron la lástima de una cruz con su nombre escrito como señal de su paso por esta vida”9.

Ha transcurrido un siglo desde estos trágicos acontecimientos y la Patagonia sigue siendo una gran fosa común colmada de los cadáveres de los peones rurales tan cobardemente asesinados. En este tiempo los descendientes de los instigadores de la masacre han llevado una vida regalada de lujos y comodidades, expandiendo sus negocios, multiplicando sus capitales y aumentado su poder económico y político de una manera extraordinaria. En Chile, Enrique Campos Menéndez fue el principal asesor civil del gobierno del sanguinario dictador Augusto Pinochet, y tres de las siete familias que explotan a su voluntad los recursos pesqueros del mar chileno proceden de este linaje. En Argentina, Marcos Peña Braun se convirtió en jefe de gabinete del presidente Mauricio Macri en el período 2015-2019. En ese gobierno, más de veinte descendientes de Menéndez y Braun llegaron a copar puestos de alta responsabilidad en organismos oficiales y empresas públicas, implementando medidas liberales en beneficio de sus propias actividades empresariales. Es una historia conocida, está en las noticias de prensa, en los libros, en los mensajes que circulan por las redes sociales, etc. Políticos arribistas a uno y otro lado de la frontera, siempre con la palabra “patria” en los labios pero ocultando que a la patria verdadera la enterraron en una fosa común de la Patagonia.

Nos interesa mucho más detenernos en los descendientes de las víctimas, de los represaliados, las nietas y bisnietos, los hijos de los peones rurales que fueron asesinados y enterrados en las fosas. En Chiloé, gracias a libros como los de Luis Mancilla o Felipe Montiel, el relato de los abusos e injusticias cometidas contra sus paisanos está más presente que nunca. Es cierto que ya no quedan supervivientes de esta matanza pero los testimonios de quienes estuvieron trabajando por la Patagonia en los años 1940 y 1950 conforman una vasta memoria oral. Hoy los estudiantes de los liceos conocen la triste suerte corrida por sus parientes allá lejos en la Patagonia y una ola de indignación recorre el aula cuando se rememoran los viles asesinatos de sus familiares. En Punta Arenas, en medio de la ola de protestas que recorrió todo el país en noviembre de 2019, los manifestantes arrojaron el busto de José Menéndez a los pies de la estatua del “indio selk’nam” del monumento de Magallanes, al grito de “Menéndez, Braun, asesinos”. Y en Argentina, en la provincia de Santa Cruz donde se llevaron a cabo la mayor parte de los asesinatos, el titular del archivo histórico municipal Luis Milton Ibarra Philemon y las Comisiones por la Memoria de las Huelgas de 1921, mantienen encendida la llama del recuerdo. A fuerza de terquedad y voluntarismo, sin presupuestos ni fondos, rabiosamente independientes del poder político de turno que trata de hacer electoralismo con la memoria popular, organizan año tras año homenajes a los caídos por “la Livertá”.

Cien años ya y no los vamos a olvidar. Con la dignidad intacta.


Bibliografía consultada:

Alonso Marchante, José Luis. Menéndez, rey de la Patagonia. Santiago de Chile: Editorial Catalonia, 2014.

Arriagada, Ramón, La rebelión de los tirapiedras. Puerto Natales 1919. Punta Arenas: Ediciones Universidad de Magallanes, 2014.

Bayer, Osvaldo. La Patagonia rebelde. Tafalla: Editorial Txalaparta, 2009.

Harambour Ross, Alberto. Soberanías fronterizas. Estados y capital en la colonización de Patagonia (Argentina y Chile, 1830-1922). Valdivia: Ediciones de la Universidad Austral de Chile, 2019.

Mancilla Pérez, Luis Alberto. Los chilotes de la Patagonia rebelde. La historia de los emigrantes chilotes fusilados en las estancias de Santa Cruz, Argentina, durante la represión de la huelga del año 1921. Castro: Impresores y Editores Austral S.A., 2012.

Rivero Astengo, Agustín. Juárez Celman, 1844-1909: estudio histórico y documental de una época argentina. Buenos Aires: Editorial Guillermo Kraft, 1944.

Vega Delgado, Carlos, La masacre en la federación obrera de Magallanes. Punta Arenas: Editorial Atelí, 2002.