Diecisiete parajes

por Migue Roth

En Chubut, los pobladores de la Estepa Patagónica se preparan durante meses para enfrentar el frío, pero el frío se impone. Muchos de ellos solos, a veces olvidados, muchas otras incomunicados, resisten a las inclemencias del invierno y a la desolación del paisaje.

* Este texto ganó el Segundo Premio del Concurso Crónica Patagónica 2021.

Diciembre 2021

Sopla una corriente gélida que nos entumece.

Salimos de Esquel con el cielo cerrado, cinco grados bajo cero y tormentas amagando desde la madrugada. Las cumbres más altas están cubiertas de nieve. Tomamos la 40, mítica ruta que atraviesa el país. El pavimento está roto y las curvas son tan antojadizas como peligrosas. Un buen rato después nos desviamos y entramos a la provincial número 4. Desde ahí, ripio hasta nuestro destino: Cushamen.

En los postes de los alambrados, con paciencia nos miran pasar los caranchos.

Al acercarnos al pueblo la vegetación y la gama de colores se reducen, pero el paisaje no pierde majestuosidad. Predominan ocres. La estepa gana terreno e intimida.

El piloto de la camioneta es Rafael Cretton, Operador de Comunicaciones y muy buen conductor. Conoce la región y sabe moverse en ambientes hostiles para los extraños. Es scout. Me va anticipando nombres y características de las principales estancias que franqueamos. Todas tienen un patrón común: Benetton.

Con las estancias que posee en el país, el Grupo Benetton suma más de 850.000 hectáreas: un territorio tan grande como Puerto Rico, o casi cuarenta veces la superficie de la Ciudad de Buenos. Es el mayor holding extranjero en la región.

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—No hay forma de saber si están bien o…

María Eugenia no completa la frase, tal vez para exorcizar un presentimiento negativo. Piensa en los pobladores de la zona, pero aún más en las ancianas Antichipai. La desvela saber que la última información que tuvo de ellas es de tres semanas atrás, cuando un vecino del paraje contiguo pasó a ver si necesitaban algo. Le hicieron un pedido de abasto, que el José les llevó en su Renault 12.

María Eugenia Hube es secretaria comunal de Cushamen, aunque también hace de trabajadora social, psicóloga y promotora de salud, además de ser madre. Por teléfono, casi como en una confesión, le describe la situación a Viviana, amiga íntima que vive en Esquel y forma parte de una agencia humanitaria. Habla en tono apesadumbrado. Le dice que el clima empeoró, que al pueblo aún se puede llegar, pero que el resto de caminos están intransitables y los diecisiete parajes que les toca atender permanecen incomunicados. Están desbordadas y le pide consejo, auxilio, algún apoyo.

—No hay internet, apenas si alguno tiene de esos Nokia 1100 y agarra algo de señal en las cuestas. Solo les llega Radio Nacional, pero si nieva, como ahora, no pueden salir ni para mandar recados o pedir ayuda.

Viviana no espera más.

Antes de las primeras nevadas, en la reunión del Equipo Nacional de Respuesta a Emergencias (ENRE) propuso un proyecto de provisión de kits de abrigo.

Experiencias de años anteriores le hacían suponer que se repetiría la crudeza invernal. La oenegé había estoqueado frazadas y mantas térmicas. Ahora recolectaban alimentos. El Reporte de Situación ya indicaba necesidades puntuales, pero la llamada de María Eugenia detonó la ansiedad vasca de Viviana. Cuelga y activa la señal roja en el ENRE.

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Cretton es serio. Habla lo justo. Al comienzo me resulta parco; después entiendo: viene de las entrañas mismas de la Patagonia, donde el silencio y la mesura son valores reales. Ve la libreta en la que voy anotando mis impresiones y me hace algunas preguntas. Nota que no soy turista etnográfico, que estoy allí no sólo para registrar la actividad, sino para conocer la situación y dar testimonio de ello. Me mira con más confianza y comienza la conversación. A pedido enumera plantas: «Charcao. Zampa. Esa con púas es Molle. Neneo. Colapiche. Ahí se ve algo de tomillo silvestre. Coirón. Chilca. Y ese grandote de allá es Calafate».

Los cerros pierden altura a medida que nos acercamos a Cushamen. La cordillera se diluye en la enorme llanura esteparia. Las nubes todavía dominan el cielo.

—Cuando llueve con fuerza –dice Cretton inquieto– acá hay deslaves seguido.

Aparecen las piedras. Cada vez menos árboles. El frío no ha cedido ni un solo centígrado. Llegamos a un lugar solitario. Sin lugar a dudas, los primeros pobladores de la región también lo sintieron así. Eso es lo que significa Cushamen en mapudungun.

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Cada vez que pienso en el frío en mi mente se activan imágenes que lo relacionan con el viento: el viento golpeando la cara y todo el cuerpo, pero empecinado con las caras a las que agrieta, paspa y lastima impiadoso. Si intentara una descripción del frío estaría siempre ese viento, que llega desde cualquier ángulo y del cual es muy difícil escapar.

El frío en la Patagonia toma formas. En los charcos, por ejemplo. Se los escucha crujir al pisarlos. Aún tengo la sensación del cristal: los charcos congelados se rompen como vidrios frágiles. La tierra se levanta —o las piedras buscan esconderse, no lo sé—; es otro fenómeno singular producido por temperaturas bajísimas.

El frío también son personas con manos guardadas que solo sacan de sus bolsillos para acomodarse la bufanda, caminando encorvadas, mirando el suelo.

El frío obliga. La gente se prepara durante meses para enfrentarlo dignamente, pero el frío se impone. Quienes llevan años, incluso décadas, resistiendo sus embestidas invernales lo saben bien: nunca se acostumbrarán a él. Se corta leña. Se prende un fuego. Pero uno jamás se acostumbra al frío.

El frío se sufre.

Es el motivo del viaje; la razón por la que María Eugenia llamó casi desesperada a Viviana, quien nos convocó. El despliegue, el proyecto de la oenegé, los kits de abrigo buscan contrarrestar esa violencia. Son un gesto de denuncia —al mismo tiempo—, para evidenciar el olvido al que son sometidos los pobladores de la estepa.

El trazado logístico tiene por centro a Cushamen, que es el punto de abastecimiento para los diecisiete parajes a visitar.

Pienso en la cifra y es inevitable relacionar toponimia con numerología: "la desgracia" es el significado en los sueños.

Estos esfuerzos, —pienso— son un intento de alterar las pesadillas.


Bajo cero

Doña Aidé Nahuelquir me mira entrecerrando el ceño, pero no me ve: recuerda. Y dice que es dura la vida en el campo:

—Es muy dura la vida en el campo, se pasa mucho tiempo buscando leña. Mi padre se iba por semanas hasta Leleque [distante a 80 kilómetros] para traer leña en el carro.

Curioso, interrumpo su relato lento para preguntarle qué hacen ahora que escasea leña incluso allá lejos. Sobre la vera del río Ñorquinco, en la primera parada del recorrido marcado, Aidé nos mira y responde:

— …se quema charcao; calafate; uña de gato. Y bosta, si no hay otra.

La vida en el campo es muy dura. Es por eso, también, que muchos jóvenes se van. El proceso de desruralización que atraviesa el país es serio y preocupante. Son muy pocos los que han dimensionado lo grave que puede ser si quienes aún resisten, dejan de hacerlo.

«No solo se están drenando recursos económicos, culturales y sociales existentes en cada pequeña comunidad —dice la geógrafa y socióloga Marcela Benítez—; hay otros efectos negativos que suelen ser ignorados: se pierde la infraestructura disponible y crece el desarraigo».

El 70% de las localidades de Argentina son rurales y el 40% sufre crisis por despoblación, según Benítez, que escribió su tesis doctoral sobre el tema. Hay diferentes factores que causan esta crisis: uno de los más serios es la concentración extrema en el acceso y control de la tierra y en el reparto de los beneficios de su explotación. Esta concentración provoca conflictos internos, desplazamientos y violaciones de derechos humanos. Muchos avances importantes se revirtieron con políticas que desregularon el mercado y facilitaron la acumulación. Como resultado, hoy la concentración en el reparto y control de la tierra es aún mayor que antes de ponerse en marcha políticas redistributivas en la década de 1960.

Aidé lamenta que se prefiera la postal turística patagónica y genere rechazo decir que la nieve también trae penas, y que veinte grados bajo cero a punta de ramitas es tortuoso. Lamenta que aún se crea que los pobladores del sur están acostumbrados al frío. Lamenta que cientos de familias de ascendencia indígena —como ella— padezcan constantes usurpaciones y deban sobrevivir bajo eso que los expertos llaman ‘economías de subsistencia’.

El pelo de las cabras que se han adaptado a la región produce una fibra suave y con brillo que se llama mohair. El mohair es considerado una lana (sic) de alta calidad y es preciado en el mercado internacional. En Argentina, una simple búsqueda en internet arroja precios que van desde los $600 la madeja (de 100 gramos). En tiendas de Capital Federal, un tapado de mohair y otros hilos sintéticos cuesta $7500. La preparación de la materia prima es un trabajo arduo. Producir diez-doce madejas que completan el kilo que se comercializa, implica meses de cuidado de animales que se esquilan solo dos veces al año.

¿Cuánto le pagan al pequeño-productor de la Patagonia? Entre $250 y $300 pesos el kilo, dependiendo de la calidad del pelo.

«Por eso se opta por la cría y venta de los cabritos», dice Máximo Huala, quien vive con su compañera del otro lado del río Ñorquinco. La cría de cabritos es el mayor ingreso económico para el minifundista. Pero también este rubro da márgenes angostos; el robo de ganado está a la orden del día y las ganancias que deja son reducidas.

—La gente va abandonando el campo –dice mientras ceba un mate—. Por ahí uno se enferma y es muy duro. Y entonces queda la tapera nomás.

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La Patagonia es la región más extensa del país y también es la que mayor concentración de tierras tiene en pocas manos: finalizada la avanzada militar en 1885, se inició el proceso de reparto y explotación de las tierras que hoy forman parte de las provincias de Buenos Aires, San Luis, el sur de Córdoba y Mendoza (las más antiguas) y las creadas a partir de la conquista: Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz. El Estado argentino regaló gran parte a compañías inglesas que comenzaban a operar dentro del país. Tan sólo en Chubut eran dueños de más de dos millones de hectáreas. Gran parte de ellas fueron administradas por un fondo de inversión común llamado Compañía de tierras del Sud Argentino. En su obra Ese ajeno Sur, Ramón Minieri cuenta que «la Compañía —como solía ser conocida— explotó esas tierras durante casi un siglo en condiciones excepcionalmente favorables: pudo producir, importar, exportar y obtener utilidades, sin tener que pagar durante años derechos aduaneros ni otra clase de tasas, o beneficiándose con tipos de cambio preferenciales y aranceles reducidos».

«En el contexto de las transformaciones globales, los ámbitos rurales de la Patagonia no sólo han afrontado la profundización del declive de la estructura ganadera tradicional, sino también la expansión geográfica del capital y su consecuente incorporación en nuevos circuitos de producción, en fases ligadas a la apropiación de recursos naturales», escribió Alberto Vázquez, geógrafo especialista de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco y del Instituto de Investigaciones Geográficas de la Patagonia. «Tal es así que en un escenario de crisis ovejera y vaciamiento poblacional de las áreas ganaderas marginales, se desplegaron procesos de revalorización relacionados con el avance de actividades mineras, turísticas y agropecuarias, el resguardo de capitales y otras funciones que se tradujeron en importantes adquisiciones de tierras rurales por parte de actores ajenos al sector ganadero tradicional».

La innovación en jersey de lana colorida y una industria textil de alcance mundial fueron la impronta del grupo Benetton desde sus orígenes. Para reducir costos —facturan 11.000 millones de dólares al año—, tercerizan la producción en países donde la mano de obra es barata y abundante. En Turquía, por ejemplo, fueron denunciados por explotación infantil de niños de entre 9 y 13 años que fabricaban sus prendas. O el dramático caso de la fábrica textil en Bangladesh que producía tejidos para Benetton y en 2013 se derrumbó provocando la muerte de 1.132 trabajadores y dejando 2.500 heridos. La compañía se negó a pagar indemnizaciones pero como consecuencia del desprestigio que había generado su indiferencia, se vio obligada a hacerlo. Hoy el imperio familiar cuenta —según Forbes—, con aproximadamente 3,4 miles de millones de dólares.

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La Ranger que facilitó Defensa Civil en la que vamos Viviana, María Eugenia y yo, la 4x4 del municipio con personal de la oenegé y el Unimog de Gendarmería con los abrigos y alimentos, se abren camino entre la nieve y el barro. No habría otra forma de llegar a parajes como La Rinconada sin todoterrenos.

Angelito pasa semanas enteras con su abuelo Rafael. Cuando no está en la escuela albergue, se va al paraje porque quiere aprender:

—Quiero saber lo muchísimo que sabe el abuelo.

Al llegar a La Rinconada, donde tienen su hogar, los vimos sobando cuero para hacer soga. Angelito, de doce años, muestra orgulloso cómo enlaza. Tiene una puntería prodigiosa y no le toma el apunte al estrabismo que amenaza con cegarlo.

Al poco rato, don Rafael muestra la casa. Quiere que veamos cómo brota la humedad. El suelo de tierra apisonada está mojado. El sol que entra por la ventana nos regala un poco de calor, pero no alcanza. Tampoco alcanza la leña, que se hace corta.

—La comuna nos ayuda con dos metros de leña, pero hace un frío que obliga a quemar más. Y con estas heladas ni le cuento.

Y no nos cuenta, pero tampoco hace falta. La historia se repite en todas y cada una de las casas de la región.

Antes de seguir, don Rafael se acerca a Cretton y le pregunta sobre el Plan Calor:

—A los vecinos de la zona de Costa de Ñorquinco no les llegó la leña.

Cretton no tiene idea. María Eugenia responde resignada que el camión de reparto volvió a romperse.

María Eugenia no sólo conoce los senderos y resuelve las encrucijadas o desvíos, está al tanto de la situación de cada uno de los hogares y anticipa qué nos encontraremos. Su pericia y el afecto con que trata a las familias allanan nuestra llegada.

En el camino relata un hecho tan triste como dramático: en los parajes que Cushamen tiene por responsabilidad abastecer, distantes decenas de kilómetros unos de otros, hay abuelos sin compañía. Sin ayuda. Le hacen frente a la a adversidad en solitario.

Es el caso de doña Dorotea Antichipai (78) quien vive con Florinda, su mamá, de 100 años [es la edad que calculaba su hija]. Juntas pasan sus días en una bellísima pero inhóspita quebrada que se pierde entre las ondulaciones precordilleranas. La abuela Florinda casi no ve y solo escucha si se le habla a los gritos, pero mantiene la vitalidad característica de los indígenas patagónicos. No deja de agradecer que fuésemos hasta allí a verlas, que les lleváramos abrigo, que las tuviésemos presente.

Dorotea acomoda los alimentos provistos en una alacena beige desvencijada. pero muy limpia. Está contenta, lo repite tanto como a su ofrecimiento de cocinar tortas fritas. La abuela Florinda no se saca de la falda la manta térmica. Dice que dormirá con ella de ahora en más.

Antes de partir nos pide que regresemos pronto, y se larga a llorar.

Lo mismo Carmelo Epullán, de paraje La Aguada, quien cuida con afecto a su hijo Modesto, que sufre discapacidad. Después del saludo cordial y de los primeros mates de bienvenida, abraza a su hijo, le acomoda la camisa y le dice emocionado:

—Para vos también trajeron, Modesto. Para vos también trajeron.

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A lo largo del recorrido, el cansancio no logra apagar la charla. Cretton saca cuentas y casi con desesperación calcula pérdidas. Según lo relatado por los vecinos, debido al temporal se perderán entre tres mil - cuatro mil cabezas de ganado. Son cifras brutales para la actividad de pequeños productores. Viviana dice que esto es «Emergencia climática, económica y social» aunque no se las declare. Para rematar, María Eugenia menciona una plaga que volvió a aparecer en la zona y de la que pocos hablan: la tucura sapo, un insecto que se come el pasto con voracidad.

Vemos algunas vacas y dos tordillos. Intento descifrar qué comen pero no puedo. La vegetación es escasa y tacaña.

Conocer abuelos que llevan 75, 85 o más inviernos patagónicos soportados y saber que están a merced de un tropezón para dejar de resistir, es por lo menos inquietante.

Doña Nahuelquir cuenta que los últimos agentes sanitarios que conoció ya no hacían el sacrificio de visitar los parajes.

—Los de antes salían con dos caballos; el pilchero, la romana para pesar a los bebés y los medicamentos, aunque escasearan. Hubiera nieve, hubiera lluvia, salían. Ahora que tienen facilidades, parece que les cuesta más venir.

Ante tantos problemas, la pregunta surge con inocente facilidad: ¿por qué se quedan?

—Ahora los jóvenes se van. Es que se hace difícil —dice, antes de que indague razones—. La lana no pagan mucho. Escasea la comida y el frío es muy duro. No sabe qué manera de sufrir. Pero somos gente del sur. Nacimos aquí. Aquí nos criamos. Nuestros padres amaron esta tierra y nos enseñaron que es importante quedarse y protegerla.