Don Quijote de la Cancha
¿Cuánta distancia es necesaria para impedir la emoción por una pisada, un caño, el andar grácil con la cabeza levantada? A más de 1600 kilómetros de distancia, el adiós de Riquelme también conmueve a un cronista que busca metáforas para hablar de la pasión.
Fotos: Prensa Boca Juniors.

“―No hay que llorar ―respondió Sancho―,
que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día.”
Don Quijote de La Mancha, Primera parte, XX
ROMAN-CE A PRIMERA VISTA:
Fiske Menuco, Río Negro = 39°02′00″Sur ― 67°35′00″Oeste.
La tarde del domingo 10 de noviembre de 1996, el Club Atlético Boca Juniors enfrentaba como local a Unión de Santa Fe, por la fecha número 12 del torneo Apertura. Por ese entonces, yo vivía en la localidad de Fiske Menuco (comúnmente denominada General Roca), en el Alto Valle del Río Negro, a unos 1.100 kilómetros de la histórica Bombonera. Así y todo, me subí a la bicicleta y me largué a pedalear, obviamente mi destino no era la cancha de Boca, sino la casa de mi tío Cacho, para ver el partido: corrían, como volvieron a correr luego de corto receso, oscuros tiempos de partidos codificados.
No tenía grandes esperanzas. Nada indicaba que ese equipo, resabios de lo que fue aquel malogrado Dream Team (fruto de la compra desaforada de jugadores por parte del entonces presidente del club, el ingeniero Mauricio Macri) podía llegar a alcanzar a River Plate, inevitable campeón. El Club Atlético Boca Juniors, bajo la dirección técnica del doctor Carlos Salvador Bilardo pululaba sin rumbo por la mitad de la tabla de posiciones. Pero hubo una luz de esperanza en medio de esa oscuridad, ese caos. El debut en primera división del entonces joven Juan Román Riquelme, El último diez.
En el relato del partido, luego de una jugada excelsa de Román, el comentarista Juan “el Tano” Fazzini, señaló: “La histórica número 12 ovaciona a Riquelme”. Y no lo hizo una vez, sino dos. Bilardo recordaría años después: “Ya la gente lo quería. Apenas entró, apenas jugó. Yo me acuerdo que la hinchada de Boca gritaba Riquelme, Riquelme, Riquelme.
No sólo fue la hinchada de Boca la que se enamoró para siempre de ese monstruo de 18 años que debutó (¡de titular!) esa tarde. No sé cuántas veces tocó la pelota Román durante aquel partido, pero algo era cierto, evidente: todo lo que estaba haciendo ese muchacho era diferente. Era el debut de un distinto. Un fuera de serie, más allá de los colores del club, de las épocas y nacionalidades. Hay un antes y un después de Juan Román Riquelme.
Yo tenía un año menos que él: se transformó, instantáneamente, en mi ídolo.

El periodista deportivo Horacio Pagani señala en el prólogo a ROMÁN. La biografía de Riquelme, de Antonio Serpa: “No hay otro jugador como Román Riquelme. En ningún lado, podría decirse con exagerada pretensión. Hay otros más habilidosos, más veloces, más vigorosos, más resistentes, pero ninguno como él para entender el juego del fútbol”. El mismo Pagani, en su libro El verdadero fútbol que le gusta a la gente, lo denomina “El mejor jugador del fútbol (conceptualmente)”, lo define consecutivamente como “el distinto”, “el jugador diferente”, “un organizador del juego” y “el último sobreviviente de una raza que se fue extinguiendo”.
Todo eso ví en ese primer partido: lo adoré desde el primer momento, reí y lloré una infinidad de veces con él, defendiendo su bandera. Volví feliz a mi casa, en un barrio del norte de la ciudad.
MI ÚNICO HÉROE EN ESTE LÍO:
Barrio de La Boca, Ciudad de Buenos Aires = 34°38′08″― Sur 58°21′53″Oeste.
Uno de mis orgullos más grandes es haber nacido en el barrio de La Boca, haber vivido mis primeros años en el barrio de La Boca (Suárez al 200) y haber cursado el jardín de infantes en la mismísima Bombonera, en un pre―escolar que funcionaba exclusivamente para los pibes del barrio. Pero el destino me llevó (a mi familia y a mí) a los campos patagónicos: al valle de Río Negro. Allí, seguí cultivando mi pasión xeneize, que cualquier persona que mínimamente me conozca podrá atestiguar.
En los cafés, pizzerías y bares que ya no existen, ví cientos y miles de partidos del club de mis amores, muchas veces salí a festejar a la clásica esquina de Avenida Roca y Tucumán, en el corazón mismo de la ciudad y muchas otras me volví triste en dirección al norte, a los barrios adyacentes al canal grande.
Tengo en mi cabeza fotos históricas: la del primer gol de Román en su tercer partido, de local en un 6―0 a Huracán; la de Román corriendo luego de convertirle un gol a River, rumbo a la platea del por entonces presidente del club e inaugurar ese festejo que se convertiría en postal, el del “Topo Gigio”; la de Román levantando copas y dando vueltas olímpicas, acá, en Brasil y en Japón.
En El caño más bello del mundo. Pensamiento futbolero de Juan Román Riquelme, el escritor Diego Tomasi sentencia: “Riquelme piensa el juego todo el tiempo, aún fuera del campo, y ese pensamiento se traduce en un comportamiento dentro de la cancha. Es, en definitiva, una conducta circular. Pensar cómo jugar, jugar pensando.”
Sergio Cachito Vigil va más lejos: “Riquelme es pensamiento”, arriesga. Alejandro Dolina señala: “Él cree en el valor del pensamiento. Vos lo ves jugar y es un tipo que está continuamente pensando. (…) Pedernera decía que el tipo tenía que mirar lo menos posible la pelota, pero sí tenía que estar espiando todo el tiempo. Y uno lo ve a Riquelme que está todo el tiempo espiando la realidad.”
Finalmente, el Indio Solari dio esta magistral definición: "Un artista, creo yo, casi desconociendo tal magnitud y aceptando con gratitud ser un músico popular, tiene el deber de cruzar la frontera del sentido común de la sociedad donde se manifiesta. (…) Sus recompensas son la soledad, el viento recio y transitorio de la pasión y las borracheras provocadas por la belleza ocasional. Probablemente no consiga nunca que su destino sea nada más que el eco de sus deseos. (…) Ahora bien, luego de todo este parloteo con el que he jugado a describir lo que no me es propio, recién ahora veo que una definición ejemplar y clara me llega para acabar con este intento en vano. Y digo entonces: UN ARTISTA ES ROMÁN".

Riquelme es la encarnación misma del fútbol: se lo llegó a llamar “El señor fútbol”. Como nadie, como pocos, representa eso que los viejos futboleros llamaban “la nuestra”. Desde mi historia personal y salvando las distancias temporales, lo comparo primero (obviamente) con Diego Armando Maradona, por talento, por corazón, a quien llegó a desplazar como mejor jugador de la historia del club. Y después, con dos ídolos de otras veredas: el “Beto” Alonso y Ricardo Bochini. Más que nada, con el “Bocha”: como hincha de Boca, lo sufrí, lo odié en mi primera infancia y todavía rechino los dientes con esos goles que nos hacía “en cámara lenta”. Pero aún en esos instantes, no podía no ver lo extraordinario que era el “Bocha”, darme cuenta de que tenía la cancha en la cabeza, que veía el juego antes y mejor que el resto. Eso mismo era Román en la cancha.
Martín Caparrós, en su libro Boquita, define así una de las funciones futbolísticas de Román: “Esa noche, Riquelme era arte premoderno: pisadas, amasadas, amagues, más amagues, toques”. En La pasión según Valdano, el ex delantero argentino campeón del mundo dice: “Da gusto ver a un jugador de su inteligencia, porque parece que su cerebro guarda la memoria del fútbol de todos los tiempos”. Y agrega, luminoso: “Hay algo pedagógico en el juego de Riquelme, como si cada vez que entrara en contacto con el balón, el juego se detuviera; como si Riquelme conociese las verdades olvidadas del fútbol”.
Eso sentí cuando lo ví jugar a Riquelme, desde el primero hasta el último de sus partidos: que el tiempo se detenía, que desaparecían los colores, y un pibe atemporal con todas las luces sobre él salía a la cancha a jugar a la pelota.
Hoy, domingo 25 de junio, en la Bombonera (la que el mismo Román llamó “el patio de su casa”) la pelota volverá a rodar y en su despedida-homenaje, denominada “Un partido para toda la vida”, saldrán a la cancha grandes glorias de la talla de Lionel Messi, Carlos Bianchi, Alfio Basile, Carlos Navarro Montoya, Blas Giunta, Ángel Di María, Lionel Scaloni, Pablo Aimar... y la lista es interminable. Todos quisieron estar en lo que fue probablemente el último enganche de la historia del fútbol argentino y el mundial 2022.
DEJASTE TANTO EN MÍ:
Villa La Angostura, Neuquén = 40° 45′ 49″ Sur ― 71° 38′ 49″ Oeste.
Este partido despedida me encuentra aún más lejos, en la cordillera neuquina, donde vivo hace más de una década. En este instante estoy a más de 1600 kilómetros de la Bombonera y, por ende, de Juan Román. Aunque esta distancia es meramente física: estoy ahí, mi corazón está ahí.
Acá, afuera, llueve terriblemente hace días. Por si fuera poco, corre un viento endemoniado. Un clásico de Villa La Angostura: se corta la luz pocos minutos antes de terminar el segundo tiempo. Puteo al destino y al EPEN. Resignado, me siento a la mesa, a la luz de las velas, a terminar esta crónica.

El escritor Martín Kohan en el libro citado de Tomasi, llega a la hipérbole: “En un punto, Riquelme es Dios. No sólo por el hábito que tenemos los hinchas de fútbol de apelar a la idolatría sino por la manera en que solemos los profesores de literatura definir lo que es un narrador omnisciente (…) que se trata del que tiene la visión de Dios, porque sabe y ve todo. Y Román sabe y ve todo”.
Román es un maestro de la palabra, un genio de la comunicación (como dice en analista Franco Pisso en su canal de Youtube), un gran narrador: tiene el don de la palabra precisa, le mot juste, como predicaba el novelista francés Gustave Flaubert.
Como escritor y como devoto de Román, necesité dejar constancia de mi pasión en mis libros. Quise (intenté) dejar señales sutiles, lujitos, huellas veladas de esa pasión en algunos de mis textos. En El charco eterno, mi primer libro de cuentos, que escribí viviendo en el Alto Valle, dejé pistas en el cuento “Obras incompletas”. El narrador, que es una especie de mago que puede manipular sus sueños, dice:
“Comencé a soñar retrospectivamente, con el pasado antes que con el futuro. Así, soñé con una chica que iba a tercer grado cuando yo recién empezaba primero, y de la que estuve (y sigo aún) endiabladamente enamorado. Soñé que jugaba al póker en el casino del Titanic, que ganaba y además festejaba, cínicamente. Soñé, por fin, que asistía al debut futbolístico de Juan Román Riquelme, y que le auguraba, a los gritos y delante de todos, un futuro brillante.”
Y años después, en mi segundo volumen de cuentos, Correspondencias secretas, ya escrito aquí en la Cordillera, en el texto “Crónicas del tedio, del hastío” el narrador (muy parecido a mí, casi calcado) dice:
“Otra cosa. Escribir algo sobre Juan Román Riquelme, su juego artístico, deslumbrante, contra―hegemónico: Don Quijote de la Cancha”.
Hoy, cumplo este pequeño sueño: escribir de Román, don Quijote de la Cancha, caballero andante, desfazedor de entuertos, luchador contra gigantes y molinos de vientos. Le tocó ganar y le tocó perder, pero nunca, jamás, me defraudó: un tipo con códigos.
Vuelve la luz: alcanzo a ver el final del partido, aunque me perdí los goles de Messi y de Román. Me lloro todo en los discursos. Después de un rato, me sacudo la emoción con un cognac y termino de redondear estas líneas, que no son sino el testimonio de lo que deben sentir hoy miles de hinchas del buen fútbol: dejar constancia de mi amor y admiración por este extraordinario jugador, el jugador-narrador, el jugador-filósofo, que ha sido Juan Román Riquelme.