Ese amigo del alma

por Diego Rodríguez Reis

El sábado 1 de octubre fue la ceremonia Martín Fierro en Radio. Y en esa hora de la noche que tan bien sabe habitar, Alejandro Dolina recibió el galardón de Oro 2020. Con la excusa de este premio, desde Villa La Angostura, uno de sus oyentes celebra tener al Negro en su vida.


Octubre 2022

Domingo, temprano a la mañana. Todavía en penumbras, me levanto en puntas de pie para leer y escribir, sin molestar ni ser molestado. Cualquier día del siglo pasado, la rutina me hubiese empujado al afuera: pasar por la panadería (que es lo más cerca que hay, como dice sabiamente Jaime Roos) y comprar el o los diarios para amenizar el desayuno. Hoy, lejos de esas hoy lejanas costumbres finiseculares, pongo la pava al fuego, y leo las noticias desde el celu o la notebook. Hoy, vivo en la cordillera: los diarios no llegan tan temprano. Leer el diario del domingo después del mediodía va contra mi naturaleza: el hombre es un animal de costumbres, ya lo dijo (o quiso decir) Aristóteles.

Navego por los diversos diarios digitales y las redes sociales y me topo con esta noticia feliz: “Alejandro Dolina ganó el Martín Fierro de Oro”. El Negro Dolina fue acaso la primera de mis pasiones intelectuales. Con el tiempo, se ha ido o yo lo he ido reinventando, reordenando, deconstruyendo, pero jamás ha abandonado ese espacio que es el podio íntimo y singular de mis idolatrías.

Mi historia personal con el Negro arrancó en 1994, con La venganza será terrible en Radio Continental. Los históricos seguidores dirán que llegué tarde, que la dupla con Castelo en Demasiado tarde para lágrimas en Radio El Mundo y Radio Rivadavia era otra cosa, que colarse en la radio para asistir al programa en el mismísimo estudio era una experiencia extraordinaria. Touché, pienso cosas parecidas cuando alguien me cuenta que empezó a escucharlo en la década del dos mil, cuando ya no estaba el Big Three Dolina – Rolón – Stronatti ni la brillante Negra Vernacci ni el Café Tortoni ni los fantásticos Radiocines de los viernes en el Teatro Alvear.

Pero en 1994 yo era un pibe sensible y distraído, que no daba pie con bola con infinidad de cuestiones sociales, sentimentales, políticas y económicas. Con mi vieja y mi hermano menor, habitábamos un monoambiente ínfimo, llamarlo departamento sería un eufemismo imperdonable: no teníamos televisión y había, sí, un numeroso catálogo de ausencias. En ese entonces, leía y escribía casi sin pausa. Y ahí, así, el hallazgo del Negro Dolina en la radio nocturna, fue un milagro, un guiño cósmico del destino.

En la honda madrugada, había un tipo hablando en la radio: hablaba de mitología griega, hablaba de la historia de los reyes de Francia, hablaba de fútbol (era hincha de Boca, como yo), hablaba de arte, de política, de historia, de sociedad. Y había más: era músico y cantor (yo aspiraba a tocar medianamente bien un instrumento y a cantar en esa época), era escritor (yo ya me consideraba un escritor), era locutor, actor, guionista, era un infinidad de cosas. Era (es) demasiado. Muchas veces me hizo estallar en carcajadas, sin poder creer que un tipo pudiese ser tan pero tan genial. Muchas veces me arrastró hasta las lágrimas, con su lucidez política y social, con su extrema sensibilidad artística.

Pasaron los años: muchas veces encontré y perdí al amor de mi vida, el fútbol me regaló tristezas y alegrías imborrables, toqué el cielo con las manos y me hundí en el barro hasta el cuello. Pero una sola cosa, puedo jurarlo, ha permanecido inalterable durante toda mi vida desde entonces: la costumbre, la fe, la pasión de escuchar a Dolina a la noche, ahora en ese nuevo Big Three que conforma junto a Barton y Gillespie.

Pude verlo una vez en vivo y en directo, después de un cuarto de siglo de reiterados desencuentros. En la primavera de 2018, fui invitado a la Feria Internacional del Libro de Comodoro Rivadavia. La feria (segunda vez que asistía) me deparó varias sorpresas, pero dos me deleitaron y me emocionaron tanto que no podría describirlas sin abusar de la hipérbole: una, la organización tomó uno de mis dichos en un artículo para titular la feria ese año: “Todos somos todos”; dos, el Negro Dolina estaba invitado, llevaba su programa al teatro María Auxiliadora en el contexto de la feria.

Esa noche, en una de las primeras filas, fui feliz: fui otra vez ese pibe extasiado ante la radio en la unánime noche de los tiempos. Me reí y me lloré todo, una vez más.

Dolina es un artista. Un verdadero artista. Un artista humano y real. Es ese amigo del alma que todos deseamos y deberíamos tener. El descubrimiento de la obra de Alejandro Dolina, como el de Borges, como el de Schopenhauer, como el de Dostoievski, marcan un antes y un después en el transcurso de nuestras vidas: es ese amigo y mentor con quien podemos conversar de la metafísica y del barrio, de héroes antiguos y modernos, de religión y de gambetas mitológicas.

Me tomo el último atrevimiento de parafrasear algo que dice en sus “Apuntes del fútbol en Flores”, de las ya proverbiales Crónicas del Ángel Gris: lejos de las metáforas oficiales, Dolina ha impartido con el ejemplo una ética, una estética y (estoy totalmente persuadido de esto) una cultura.

Ayer, bordeando la medianoche (su espacio por excelencia) Alejandro el “Negro” Dolina ganó el Martín Fierro de Oro. Siento que gané también, que ganamos con él.

Es, otra vez, un pequeño guiño del destino. Como cuando ese pibe que juega bien al fútbol, contra viento y marea, contra todos los males de este mundo, mete el gol del triunfo ante los cósmicos monstruos de turno.

Cuando pasa algo así, el universo, aunque sea por un ratito nomás, pone las cosas en su lugar.