La transformación de las cosas

por Miguel Ángel Campos

En la región del Maule, Chile, está el Parque Nacional Radal Siete Tazas. Una carretera atravesó el bosque, lo dividió en dos. Dicen que, desde entonces, ya nada es como era. Pero tal vez los sentidos indiquen otra cosa.

Abril 2023

Hace siete años que no regreso. El paso del tiempo genera la inquietud razonable de ver, con los ojos de hoy, los cambios que se pueden haber producido. En todo caso, quiero volver a oler la leña quemada, arrimarme a una fogata para entonar, a viva voz, las canciones de Sui Generis, Soda, Silvio, Inti Illimani, Víctor Jara, Piero; la lista es inabarcable. Caminar junto al río y bañarnos después de un partido de fútbol porque el pelo, las cejas, el cuerpo entero estaba cubierto de tierra. Saturar mis pulmones con el aroma de los pinos del bosque, y contemplar las estrellas, y el paso de los satélites desde el puente sobre el Río Claro.

Viajo a la Región del Maule, que es la séptima entre todas las regiones. Llego a la comuna de Molina a las 11:30 desde Santiago de Chile. En el terminal rural sale un bus al mediodía hacia el precordillerano Parque Nacional Radal Siete Tazas. Su nombre proviene de las siete caídas de agua que van formando grandes pozas, una tras de otra. Radal es un tipo de árbol, pero también es un sector, el que da inicio al Parque Nacional, donde un puente y un bosque de pinos, que funciona como camping, recibe a los veraneantes. Son 45 kilómetros desde Molina al Radal, y siete kilómetros del Radal a Las Siete Tazas.

Mientras espero la hora de partida, pienso en el rumor que me llegó de que “Radal ya no es lo mismo porque una carretera lo cruzó”. Dicen que lo dividió en dos partes irregulares: el bosque por un lado con el puente viejo, y por el otro, las casas que quedaron apartadas de la conexión con el bosque y que era en su conjunto la identidad del lugar.


A la subida del bus saludo a Mauricio Hernández que es el conductor y que sin él los viajes al Radal no serían lo mismo. Es el único que trabaja todo el año subiendo y bajando a la gente de la cordillera. Conozco a Mauricio desde que comencé a acampar en el bosque del Radal. Lo miro, y aunque hoy llevo lentes, me reconoce con un apretón de mano y una leve sonrisa, como recordando viejos tiempos cuando nos miraba por el retrovisor porque al final del bus nos íbamos guitarreando hasta llegar al bosque, donde poníamos nuestras carpas sin pagar un solo peso.

Vamos saliendo de Molina y cruzamos la calle Agua Fría y más allá Tres Esquinas. El bus avanza unos kilómetros y veo la continuidad del camino asfaltado. No siento el cambio. Es un camino perfecto. Hay líneas amarillas que demarcan la ruta K-175. Hay señaléticas y todo lo que necesita un camino para considerarse “una obra bien hecha”. El paisaje es casi el mismo, aunque hay nuevas casas a orilla del camino. Hay bosque de monocultivo quemado porque en octubre del 2022 se volvió a incendiar. Dos años antes se procesó a unos brigadistas por ocasionar el incendio en el Parque Nacional que arrasó con miles de hectáreas de bosque nativo.

Ya vamos cruzando el “Puente Pancho para la pata”, que es conocido por sus campings y sus profundas pozas. No había jóvenes parados sobre la baranda para lanzarse al vacío y clavarse un piquero excepcional de doce metros; era todo un espectáculo. Hoy, la gente mira asustada la altura y aprieta con firmeza las barandas. Se toman fotografías para luego subirlas a Instagram y llenar de corazones esa postal estática. Comenzamos la bajada entre murallas de más de diez metros. Mauricio desacelera, gira con suavidad y en segundos llegamos al nuevo puente, lo cruzamos y me bajo. ¿tan poco tiempo nos demoramos en llegar? Lo primero que hago es mirar la cuesta a la distancia. En efecto, he quedado impresionado por tres cosas: uno, la corta duración del viaje. Dos, hay una parada. Tres, no veo el bosque por ningún lado porque me doy cuenta de que el camino asfaltado ha pasado por sobre algunas casas y una cancha de tierra donde jugábamos fútbol.


Cruzo intuitivamente la calle con el cuidado de no ser atropellado. Se ha formado una punta de diamante entre el camino viejo y el nuevo. Doy la vuelta caminando por la vereda, ¿vereda? Veo el bosque y su alrededor. No quiero perder ni un detalle: la escuela básica está ahí, la posta, más allá el puente viejo y en el bosque hay gente lavando las ollas del almuerzo; una pareja se abraza mientras intentan, entre ambos, sacudir unas toallas. La caseta, en la entrada del bosque, mantiene la misma forma y estilo rústico. Un cartel me llama la atención: “NO SE PUEDE HACER FOGATAS. SOLO OCUPAR COCINILLA A GAS. GRACIAS”. Veo las nuevas construcciones de cemento para cocinar, pero no se puede hacer uso de la parrilla. Me asombro de los baños; hay cinco duchas, cinco wáteres, lavaderos, espejos, todo espacioso y limpio. Me pongo feliz por un segundo pensando en la única y precaria letrina que antes había en su lugar. Para estacionamiento de autos, construyeron unas “modernas” estructuras de piedra. La sombra de los pinos llega a casi todas las carpas, aunque hay pocas para todo el espacio disponible. De pronto me llega una ráfaga de aromas; ¡es de sopa!, huelo los aliños. Los pinos dejan que su aroma entre por mi nariz. Siento el paso del tiempo. Corre el agua de vertiente por sus llaves. Otros olores me golpean; son a sandía, a melón y durazno, curiosamente los tres en ese orden.

El bosque ha quedado aislado y al parecer es mejor. No hay bullicio, la gente se ve muy conectada con el entorno, se ven en paz. Sigo avanzando hasta llegar al puente viejo. Miro el Cerro el Fraile que tantas veces subimos. Las aguas del Río Claro son cristalinas y hay gente bañándose. ¿Estoy en el Radal? Claro que sí.


Vuelvo por donde vine y entro al camping de los Martínez a saludar y a instalar mi carpa. Los Martínez: familia de amistad eterna. Abrazo a Yolanda, que es la dueña del lugar por donde pasa el camino, y a su hija Tati que lleva a su bebe en los brazos. Les pregunto sobre la impresión que tienen del camino asfaltado y de que hoy pase el puente por sobre lo que fue su casa y su patio de juegos.

- Mira, allá donde se ven esos pilares abajo del puente, estaba nuestra casa y los árboles frutales, allá donde ustedes acampaban, allí se metió una máquina, tomó los árboles y los sacó y demolió lo que quedaba de la casa. A mí me salieron lágrimas -dice Tati. La casa se remecía como si fuera un temblor. Las ventanas ya se rompían.

- Luego llegaron las tronaduras -dice Yolanda- Un par de veces me pilló metida en el río con los niños. ¿Sabes qué?, con la tronadura se levantaba todo el fondo del estero El Toro. El agua se ponía turbia. Igual lloré.

Escucho atento. Después armo la carpa bajo la sombra de un enorme castaño y salgo con dirección al estero El Toro, que queda cruzando el bosque del Radal, el camping. Al llegar, salto de piedra en piedra y ahí está el estero, pegándole el sol, con las aguas transparentes que dejan ver las piedras en el fondo y una que otra trucha adolescente. Hay niños y gente nadando, algunos se sumergen con esnórquel. Las familias sentadas en la orilla comen fruta. El ruido proviene del chapoteo y de las pequeñas cascadas que se forman. La poza está rodeada de chilcos y otras plantas. Los añosos árboles del frente la cubrirán cuando decline el sol por la tarde. 


Me encontré con un viejo amigo. Conversamos con los pies metidos en el agua y el sol en la cara. Me dijo que había traído una guitarra, pero que no se podía meter bulla en el camping. El calor fue suficiente para lanzarme al agua. Pasé por el lado de los niños. Nadé hasta unas piedras y dejé por un momento que el agua me golpeara la espalda para sentir su masaje. Luego, me dejé arrastrar por la inofensiva corriente entre las personas. Floté de espaldas mirando los avellanos sobre mí y avancé como una hoja seca sobre la superficie. Una avellana me cayó sobre el pecho, la tomé y observé poniéndola al sol. Choqué con las piernas de una persona, me disculpé, me dijo que no importaba y se sumergió. Llegué al otro extremo de la poza y ahí me quedé flotando; me detuvieron unos troncos. Me quedé escuchando la risa de los niños. Me quedé escuchando el delicado sonido del río. Me quedé pensando que quizás nada cambia para los sentidos cuando los recuerdos han echado raíces. Quizás la transformación de las cosas solo sea una ilusión.