Los sabores de la conciencia

por Pamela Damia

Viajar es abrir paso a nuevos sentidos. En Camboya la comida desafía el paladar con ingredientes exóticos y combinaciones osadas. Lo que no se puede digerir es otra cosa.

Diciembre 2022

Viene hacia mi rostro con ademán irónico y furtivo un insecto negro y naranja con cascarón duro y ocho patas largas. Al verlo tan de cerca, me echo hacia atrás. El bicho está atravesado por un palillo, sostenido por un niño de jopo decolorado que se ríe y me pregunta si quiero probar este manjar asado que cuesta casi dos euros. Le agradezco sonriendo mientras él sigue vacilando con amagues cerca de mi cara. El niño lleva el menú sobre una bandeja de plástico mantenida por un pañuelo que ata a su torso. Tiene once años de edad y de astucia.

Deseo probar nuevos sabores con ingredientes diversos y exóticos, pero sé que de la mano de estos niños no quiero hacerlo, se me atraviesa la ideología en la tráquea cuando veo tantos vendiendo a mi alrededor. Nada que no pase de donde vengo, nada que no pase en Latinoamérica, nada que me deje boquiabierta o sí, quizás este tipo de cosas siguen todavía haciéndome abrir los ojos como platos. Estamos en la capital de Camboya, Phnon Penh, y a unos metros del niño unas niñas ofrecen imanes y chucherías en una bandeja.

Si una sale del marco urbano, y teniendo en cuenta que al 2019 el ochenta por ciento de la población de Camboya era rural, uno de cada diez niños trabaja en granjas de sal, cauchales, pesca, recolección de residuos o porteando -según un informe que del año 2012 de la encuesta nacional sobre trabajo infantil de la Organización Internacional de Trabajo (OIT). Los menores también se encuentran en las plantaciones de caña de azúcar donde el mismo organismo encontró en 2014 a un treinta y tres por ciento de niños trabajadores.

Aunque la escena del insecto me perturbó, mi primer acercamiento a una degustación camboyana no fue tan auspiciosa: en realidad la comida de Camboya me conquista porque se diferencia de sus países vecinos. Decido abocarme a otros sabores autóctonos. No soy una viajera tan audaz con la comida. Puedo meterme en callejones sin salida,vagabundear por lugares inhóspitos o brindar mi confianza a desconocidos, pero mi paladar no está preparado para todo y se ve que lo estoy aprestando muy tímidamente.

Hay ciertas combinaciones de sabores que merecen reconocimiento por su osadía. Un ejemplo es la piña frita con cerdo o sopa de tamarindo -que es parecido al gusto del tomate- con lemon grass; huevos duros empanizados y fritos. Viajar también es abrir a cada paso un sentido más, para entender cómo otros combinan y transforman los insumos de la naturaleza. Otro de los platos estrella es el lok lok que consiste en carne salteada con cebolla servida sobre hojas de lechuga. A simple vista, parece no tener nada de particular si no se le agrega un elixir mágico: salsa de pimienta negra con agua y vinagre.

El corolario de una comida está en los postres, que aquí no termino de abrazar con entusiasmo. Muchos son a base del ingrediente básico de esta latitud: el arroz. Suman alguna fruta como mango y banana, pero además usan el coco con tapioca (raíz de la mandioca) o con zapallo. A pesar del prejuicio saboreo este postre cuyos ingredientes aportan diferentes texturas y contrastes. Resulta una revelación para mí.

El Amok coconut, nombre del glosario para turistas- un Amor coconut, según el apodo que yo le puse, es una preparación caldosa con espinaca, zanahoria, leche de coco y pollo que se sirve en un coco hueco y lleva una salsa de pimienta para acompañarlo. En otras ciudades del país, lo sirven como un curry o con otras verduras como el repollo.

En el mercado central de comidas, que no es barato, hay un espacio central diáfano donde se come sobre alfombras y esterillas de colores. Cada espacio para comensales está definido por una canasta de plástico con dispensadores de salsas picantes, soja y azúcar; palillos, tenedores y cucharas; nunca hay cuchillos en las mesas de Camboya. Las alfombras están rodeadas por los puestos de comida atendidos por familias: padres e hijos.

Y otra vez investigo para sacar cuentas. La situación se inscribe en un dato mayor: alrededor del 68 por ciento de la población está en edad legal para trabajar, lo cual en este país significa desde los quince años. De esta porción, el setenta por ciento tiene trabajos vulnerables o informales y el veintiocho por ciento es vulnerable de caer en la línea de pobreza, que, según un informe 2019 de la OIT, el Reino de Camboya se propuso erradicar para 2025.

El recuerdo del primer día en otra ciudad, Siem Riep, vino a mi mente como un búmeran. Estaba en un callejón con algunos locales deteriorados en una zona comercial. Entré a una casa de cambio. Detrás del mostrador vi la coronilla de la cabeza de una persona. Me acerqué.

- Buenas tardes, ¿a cuánto tenés el…? –enmudecí cuando él levantó la vista.

- Disculpe, ¿qué moneda tiene? –me respondió en inglés con su metro cincuenta de altura. Era un niño.

- Euro.

Tomó la calculadora y más rápido que Mbappé me mostró el resultado de la fórmula en silencio. Atónita con su soltura metí la mano en el bolsillo interno de mi pantalón y sin dejar de mirarlo le di el dinero para convertir. Al tomarlo, con mi fe de atea hice la señal de la cruz mentalmente, me sumé al auspicio “In god we trust”, como está escrito en los dólares. Me encontraba en un sucucho, a mis espaldas había tres puertas cerradas antes de la calle y yo estaba sola. Cuando me entregó el dinero, le pregunté si tenía cambio, o sea, billetes más chicos para darme. El niño tenía anteojos, la piel mestiza, ojos amplios y no llegaba a los doce años. Me dijo que no y no volvió a mirarme. Me fui hacia la calle mientras versionaba una canción infantil que siguió sonando en mi cabeza durante aquel viaje:

Arroz con leche
me quiero casar
con una señorita
de Siem Riep camboyá,
que sepa vender,
que sepa negociar,
que sepa abrir la puerta
para ir a trabajar.