Los viajes del Penélope

por Roberto Herrscher

Desde abajo, desde el mar es la introducción del reconocido libro del cronista y maestro de periodistas Roberto Herrscher. Los viajes del Penélope sigue las peripecias de una pequeña goleta de 16 metros de largo,y las formas en que sus tres historias se imbrican con la historia personal y familiar del autor.

Abril 2022

DESDE ABAJO, DESDE EL MAR.

Llegó mi goleta.

Es el 1 de julio de 2006 y acabo de recibir en Barcelona el correo electrónico que tanto había esperado. El Feuerland vuelve a casa, yo voy a ver otra vez el Penélope y tal vez se empiecen a cerrar algunas de las muchas historias que envuelven como la bruma a este viejo barquito de muy poco empaque pero capaz de despertar pasiones y sueños de un puñado de locos, heridos y sobrevivientes.

Uno de estos locos es Bernd Buchner, el que me acaba de mandar el e-mail. Bernd es un marino alemán, gordito como un peluche pero filoso como una navaja, que compró hace unos meses en las Malvinas la vetusta goleta Penélope y le puso otra vez el nombre que tuvo en sus inicios, Feuerland (Tierra del Fuego en alemán). En su mail, Bernd me dice que el barquito llega a Hamburgo el sábado 8 de julio después de una travesía de 22 días desde Buenos Aires, desarbolada y embutida entre containers en la bodega del enorme carguero alemán Monte Cervantes.

También me dice que el miércoles 12 va a dar una rueda de prensa para los medios alemanes. Para ellos la vuelta de este barquito de 16 metros de largo es noticia: El legendario explorador germano Gunther Plüschow, héroe de la Primera Guerra Mundial y pionero de la aviación patagónica, había hecho construir el Feuerland en 1927 en Büsum, un puerto a una hora de Hamburgo, y ahora Büchner lo traía de vuelta a casa, casi 80 años después de su partida. Vendrán a recibirlo los admiradores de Plüschow y de la tradición náutica alemana. El día de la llegada, un diario de Hamburgo tituló: “Vuelve un mito”.

Cuando empecé con esta búsqueda yo ni siquiera había oído hablar de Plüschow. De hecho, la historia de su relación con la goleta Feuerland es corta: loco con la posibilidad de recorrer territorios vírgenes en la Patagonia, el explorador mandó construir la nave, la llevó a los confines del mundo y apenas un año y medio después, la vendió a un comerciante de lana que le cambió el nombre por el de su hija, Penélope, y la llevó a las Malvinas en 1929.

La gesta y la tragedia de Plüschow, que terminó trágicamente en 1931 al estrellarse su hidroavión Cóndor de Plata en Lago Argentino, han sido objeto de libros y películas y siguen despertando asombros. Mientras tanto, el barco que construyó para consumar sus aventuras navegó por las Malvinas como Penelope (sin acento) durante 88 años, hasta abril de este año, cuando Buchner, tras encontrarla, comprarla y renombrarla, la sacó de las Malvinas para comenzar a vivir su propio sueño.

Cuando llegué a Hamburgo yo miraba desde afuera y con algo de aprensión a los locos del Feuerland. Tampoco sabía nada de los que durante 78 años usaron el barco, con el nombre de Auxiliary Ketch Penelope (así, sin acento). Yo pertenezco a un tercer grupo: soy un sobreviviente del Penélope, de los pocos pero intensos días entre mayo y junio de 1982, cuando el barco fue el más viejo y minúsculo componente de la Armada Argentina en la guerra de las Malvinas. Pertenecí a la dotación del extraño buque de la Armada de la República Argentina (ARA) Penélope.

Por eso, en cuanto recibí el mail de Buchner compré inmediatamente el pasaje a Hamburgo. Por eso estoy volando este martes 11 de julio sin escalas y sin poder sacarme de la cabeza que voy a ver otra vez la goleta donde hace 24 años me gasté los ojos buscando sobrevivientes de un naufragio, donde trepé por cuerdas hacia un maltrecho carguero a la deriva, donde compartí miedos y sueños con jóvenes de mi generación, donde estuve a punto de perder la vida y donde cambió mi destino.

Ya estoy en Hamburgo. En Steindamm, la calle de mi hotel, se pasean en silencio las putas ojerosas y asqueadas de todo, los vendedores de baratijas robadas con traje de eterno domingo y los rubicundos turistas, casi todos de otros lugares de Alemania.

Así es el entorno que me encuentro cuando emerjo del metro: la mitad de los negocios son sex shops, y la otra mitad, abigarradas tiendas de todo-a-un-euro, donde los zapatos de tres colores se codean con relojes de mentira, porcelanas de Taiwán y cantidad de reliquias del reciente mundial de fútbol. En esas vidrieras pude ver por primera vez las banderas alemanas, grandes, chicas y en miniatura, que me acompañarán todo mi viaje. Cuelgan banderas alemanas en los balcones, los autos llevan dos y tres banderitas, y la mitad de los transeúntes cubre su cabeza con pañuelos y gorros con los colores negro, rojo y blanco. La otra mitad cubre sus panzas poco deportivas con remeras de la selección alemana. Es la vuelta del “patriotismo sin vergüenzas”, me comentará al día siguiente Bernd Buchner.

Ya es el día de la conferencia de prensa, y salgo en busca de mi pasado. De la estación Altona, antiguo barrio pituco de Hamburgo, camino hacia el ancho río Elba, la lengua que entra del mar del norte hacia el mayor puerto de Alemania. Todo es tan plácido y burgués que parece como si no hubiera violencia, hambre ni injusticia en el mundo. Cruzando un parque llego a la puerta del ayuntamiento de Altona, un palacete blanco de altas ventanas y columnas poderosas. Frente a la puerta se alza la estatua ecuestre de un general con penacho, medallas y espada en alto.

Cruzo la calle hacia la plaza ajardinada donde corren los chicos y me recibe otra escultura que parece desentonar en el paisaje. Como enfrentando la estatua convencional del general guerrero, hay un bloque rectangular pintado de negro, abstracto e inquietante. Es el monumento hecho por un escultor norteamericano a los judíos de Altona, los ausentes, los desaparecidos. No sé si lo habrán hecho a propósito, pero desde su posición erguida sobre el caballo, el general del siglo XIX está obligado ahora a petrificar su mirada para siempre en el bloque negro.

Es una calurosa mañana de verano, y en el caminito de tierra bordeando el Elba los hamburgueses trotan, bicicletean o pasean perros gordotes y jadeantes. Los barcos de pasajeros pasean turistas río arriba y río abajo. Camino a la sombra de los árboles como un turista más, con gorra y mochila. Llevo una buena cámara digital, un grabador con capacidad para 77 horas, una libreta negra y tres lapiceras. Pero sobre todo voy cargado de preguntas. Las más sencillas tienen que ver con el barco, con Gunther Plüschow y con la travesía de Bernd Buchner. Es el tipo de preguntas que vengo haciendo desde hace 20 años, desde que soy periodista.

Las preguntas más difíciles tienen que ver con por qué estoy acá, en este cuidado y pacífico jardín de gente, casi en la frontera entre Alemania y Dinamarca, en el puerto donde hace 70 años el niño judío alemán de pantalones cortos que era mi papá se embarcó para Buenos Aires huyendo del nazismo.

¿Qué estoy buscando? No son mis raíces familiares, ni nada que tenga que ver con los judíos y el pasado de persecuciones y guerras que se prolongan en los diarios de hoy y que parecen no tener fin. Esta mañana, cuando puse la CNN en la habitación del hotel, apareció el ataque de la aviación israelí sobre barrios de casuchas en El Libano y las bombas de Hezbolá cayendo sobre barrios residenciales de Israel. Pero con todo lo terrible que suena, esa guerra horrenda de hoy no es mi guerra. Por estas calles que parecen muertas de tan pacíficas yo voy al encuentro de una vieja goleta en la que pasé los días y las noches más intensos de mi guerra, en las Malvinas.

Como soldado conscripto de 19 años, yo era el único civil de los siete tripulantes del Penélope. Durante un mes, la marina argentina decomisó el Penélope a su dueña, la Falkland Island Company y a su capitán, el viejo lobo de mar Findlay Ferguson. En esas cuatro semanas viví los mayores peligros y las más intensas emociones de mi vida hasta entonces. La última vez que ví la goleta, estaba pintada de negro y se movía lentamente en aguas de la bahía de Puerto Argentino, chocando suavemente contra las gomas que la separaban del muelle.

Era el 20 de junio de 1982, una semana después de la rendición, y yo me embarcaba en el buque de transporte Norland rumbo a Puerto Madryn. En la fila de prisioneros los soldados ingleses me sacaron mi reliquia: la esquirla del tamaño de una berenjena y de como un kilo de peso que explotó a un metro de mi cabeza esa noche infernal en el Penélope. Ahí estaba el barco, cabeceando pensativo. Esa fue mi última imagen de Malvinas, antes de entrar en la panza del Norland y empezar los tres primeros días del regreso a casa. Y digo los tres primeros porque a veces, cada vez menos pero siempre en algún momento imprevisto, me ataca la sensación de que nunca volví. Que una parte mía sigue ahí, en la guerra, en la turba, en el viento, en Malvinas y en las ásperas planchas de madera de la cubierta del Penélope.

Los diez minutos de caminata desde la estación de Altona se me hacen eternos. Siento que hace como media hora dejé la estatua del general mirando el bloque de ladrillo negro. Paso casas y más casas de próspera tranquilidad y pasto maquillado, paso unos parques donde los chicos se lanzan frisbees y las parejas retozan en la hierba. Llego sudando hasta el muelle de Ovelgönne, donde se escucha el plácido chapoteo de un puñado de antiguos veleros de madera.

Sobre el muelle, que es una plataforma flotante donde amarran los ferries de pasajeros, se amontonan periodistas con libreta en mano, camarógrafos, viejos de traje y corbata y tres personas con remera azul que dice “Feuerland”. Pregunto por Buchner y me dirigen a Carola Fiedler, su novia y socia, que en la punta del muelle está enfrascada en una conversación por teléfono. Cuando cuelga, me presento y le pregunto por Bernd. “Está ahí”, me dice, apuntando al medio del río. Me agarro a la baranda, miro bien y lo veo. Apenas visible delante del enorme galpón donde se construye el avión más grande del mundo con piezas ensambladas en toda Europa, maniobrando entre un ferry de pasajeros y un remolcador, avanza lentamente un puntito blanco que poco a poco se va acercando, se va agrandando, se va confundiendo con mis recuerdos, con mis sueños y con mis peores pesadillas. Es el Penélope.

Con los movimientos torpes del fotógrafo novato saco la cámara de su estuche, me la cuelgo al cuello y empiezo a disparar. En los interminables minutos que tarda el velero sin velas ni mástiles en entrar a la ensenada, apenas miro. Estoy testimoniando un momento único. A mi alrededor, fotógrafos y camarógrafos alemanes también apuntan y disparan, pero están viendo otro barco, otra historia, otro regreso totalmente distinto. Cuando ya está amarrado, sale Buchner de la cabina cuadrada donde hice tantas guardias en Bahía Fox y en las islitas del sur de la Isla Soledad. Me acerco para fotografiar detalles y captar la escena en que el capitán se asoma para contestar las preguntas de la televisión, cuando de pronto me doy cuenta de que estoy al lado. Con extender la mano puedo tocar la áspera superficie de la baranda, descascarada de negro, rojo y verde, magullada, herida. Dejo caer la cámara y acaricio con la yema de los dedos mi goleta.

Nadie me mira, un ejército de personas extrañas mantiene una decena de conversaciones en un idioma que no entiendo. Todos están lejos, muy lejos del país privado y silencioso donde intento conectar con el el barco de mis recuerdos.

Buchner me saca de mi mundo y me invita al tour para periodistas. Subo a la cubierta para presenciar lo que tantas veces, una rueda de prensa con reporteros aburridos que hace una hora entrevistaron a un político local y por la tarde escribirán sobre el último crimen del puerto. Mis ojos saltan del puente de mando a la escalerita que baja a la bodega y del ancla herrumbrada a los largos mástiles que reposan en cubierta. ¿Me estoy acordando de estas formas y estos colores o quiero creer que me acuerdo? ¿Dónde me engaña la memoria? ¿Cuáles de estos detalles estaban en las decenas de fotos que me mandaron los que visitaron el barco en Buenos Aires hace dos meses? ¿Cuáles en mis recuerdos más profundos? ¿Cuáles en los sueños deformantes de todos estos años? ¿Estoy reviviendo el momento de sentir el dulce bamboleo del mar desde la cubierta del Penélope que soñé tantas veces o lo estoy viviendo ahora?

La respuesta me la da, sin buscarlo, el personaje más divertido de la fiesta de recibimiento, y el más alejado de toda esta historia. Entre tantos amantes del Feuerland, admiradores de Plüschow y periodistas acreditados, Christian Bauer es lo que se dice un colado. Feliz con sus bermudas blancas, sus sandalias y su sombrero de paja, decidió venir a la presentación cuando leyó en el diario que llegaría de regreso el mítico barco del aventurero.

Como muchos amantes del mar y de los descubrimientos en tierras vírgenes, Christian había leído de adolescente los libros de Plüschow, y el verano pasado había ido con su madre a Ushuaia, donde en el museo local había vuelto a encontrar el relato de la epopeya del marino. Así que tomó su bicicleta y pedaleó los 15 minutos que lo separaban de Ovelgönne. Cuando en la conferencia de prensa cuento brevemente mi historia en inglés, Christian Bauer saca la cabeza del rincón donde está y me saluda con un sonriente “¡Bienvenido!” en buen castellano.

La conferencia, en la caseta circular de madera en medio del muelle, dura casi una hora. Después del recorrido por la cubierta y las entrañas de la goleta, Buchner cuenta los pormenores del viaje y los periodistas le hacen muchas preguntas sobre lo que pensaba hacer ahora con el Feuerland. Repararlo en Büsum, tratar de dejarlo como en la época de Plüschow, navegarlo. Y terminar el libro y el documental que acompañarìan su aventura. El director del museo de barcos antiguos de Ovelgönne dice unas palabras protocolarias y invitados rompen filas, vacían las bandejas de saladitos y conversan animadamente.

Afuera el Penélope se asa mansamente con la luz del verano y Christian Bauer se acomoda en un bote de remo para ir a su propio barco, un elegante velero histórico lustroso y negro que responde al nombre de Rabe (cuervo). Con la sonrisa cordial y sincera de antes, me invita a subir. Sentados en el bote empezamos a bordear el Penélope y ahí sí, al llegarle desde el agua y desde abajo, me ataca por primera vez el recuerdo de verdad, el que buscaba y el que temía, el miedo, la intensidad y la vida salvaje de esos días.

Fue sólo un segundo, pero la escena que cruzó mis ojos como un cuervo del destino me dejó paralizado. Era la noche del bombardeo, el 26 de mayo. Los cabos y yo nos turnábamos con las guardias nocturnas, que iban de 10 de la noche a tres de la madrugada, y de ahí hasta el amanecer azul. El cabo Rivero y yo estábamos en el primer turno de guardia, el barquito se bamboleaba suavemente a unos 200 metros de la costa de Bahía Fox. Rivero había ido al baño y yo estaba solo de guardia. Todo el Penélope era mío, y el mar y la noche también. Esos minutos antes del ataque fueron los más calmos y silenciosos de toda la guerra. Esos momentos en que sólo se oía el viento constante eran también los más terribles, porque cualquier pez que sacara la cabeza, cualquier pájaro, cualquier ráfaga me ponía todos los nervios de punta. El ataque no venía nunca, y por lo tanto podía venir en cualquier momento. Y esa soledad fría y ventosa era también propicia para pensar en la muerte, que a medida que avanzaba la noche iba tomando formas más y más macabras.

Sólo recuerdo que fue súbito, un chasquido, un latigazo pero como un latigazo del cielo. De pronto, todos los vidrios de las ventanitas del puente se rompieron a mi alrededor. Ya estaba afuera, en la cubierta, y me tiraba de panza entre los tambores de gasolina que llevábamos. Los Sea Harrier pasaban rasantes, las bombas eran ensordecedoras, las esquirlas chiflaban con saña y herían la madera y reventaban tambores de combustible. En desbandada salieron mis compañeros a medio vestir, y en desorden nos fuimos tirando en el bote de remo para bogar hacia la costa. Pero las bombas seguían explotando y una de las formas de muerte imaginadas esas noches se acercaba galopando. Nos tiramos al bote, tiritando y aturdidos, y yo miré para atrás al Penélope que se alejaba de nosotros.

Estoy seguro de que la imagen de la costra roja de la pintura del costado de la goleta vista desde la chalupa en la que nos alejábamos a escondernos en un pozo en la playa no me había venido a visitar en todos estos años. Me vuelve exactamente ahora, bajo el sol y las gaviotas de Ovelgönne, desde un bote de remo que se mece bajo mi goleta, mientras Christian Bauer rema alegre con su sombrero de paja, los fotógrafos de los diarios me sacan fotos y la multitud se va dispersando en animadas conversaciones. Me tapo con la cámara el llanto entrecortado de angustia y de alivio. Estoy por fin solo, absolutamente solo con mi barco. Y con mi miedo. Y con mi guerra.