Viaje de ida
En la Región Sur de Río Negro, Liliana Verea enfrenta sola la crianza de un hijo con autonomía reducida. La falta de infraestructura, el aislamiento y la sobrecarga terminan por quebrar la dinámica familiar. ¿Qué apoyos fallaron y cuáles ni siquiera sabemos nombrar?
*Este trabajo se realizó con apoyo del CELS a través del concurso Contar los Cuidados.
Fotos: Carolina Blumenkranc

Liliana Verea se detiene un instante a mirar por la ventana. No hay viento, no hay frío. Es sábado 14 de octubre de 2023 en Ingeniero Jacobacci, sur de la provincia de Río Negro. Aunque siempre fue una mujer tenaz, ahora se siente pequeña, apenas hilvanada a la vida. No lo sabe, pero está viviendo los últimos minutos de su hijo en esta casa.
Matías, de 22 años, tiene síndrome de Down y autismo. La combinación de diagnósticos con sus propias particularidades y barreras del ambiente, lo ubica en uno de los grupos más vulnerados e invisibles del sistema. El espectro es amplio; Matías está en el borde que a nadie le gusta mirar.
Hoy está ido pero completamente listo, parado en el medio de la sala con su valija gris de rueditas. Cuando llega Cristian, el remisero de confianza, comienzan a desplegar un protocolo preciso como una pieza de relojería. Liliana y su hijo suben al auto. La abuela Licha cierra la puerta con llave, corre las cortinas y esta vez llora.
¿En qué piensa Lili tras 48 horas sin dormir? Retumban en su cabeza preocupaciones por la abuela Licha que se queda asustada y triste, por la receta de las pastillas, por la plata y las medias gruesas que no sabe si guardó.
—Van a ser unos 80 mil pesos —la interrumpe Cristian sobrepasando un camión añoso y pesado— Pero podés pagarlo en cuotas.
Doscientos dos kilómetros separan Jacobacci de Bariloche. Es un recorrido de al menos tres horas por la Ruta Nacional 23. Liliana calcula y llega a una conclusión: las cuotas serán varias.
Recuerda los viajes en colectivo o en tren, sobre todo en invierno: más largos, más hostiles. Levantarse a las cuatro de la mañana, sacar a su hijo medio dormido, cargar mochilas, pelear con el frío y el viento. La rutina de Matías —tan fundamental para su estabilidad— hecha pedazos antes de que empiece el día. El baño del colectivo es otra trampa. Matías necesita ayuda, pero no entran dos personas. Si ella se queda afuera, con la puerta abierta para asistirlo, la gente se queja. Y tienen razón, piensa Liliana. Matías es un adulto. Pero eso no cambia nada.
Las condiciones del único servicio diario que conecta la Región Sur con el resto de la provincia colisionan con las diversidades funcionales de Matías y se convierten en un combo tortuoso para Lili, que a sus 54 años, ya sufre el desgaste.
Liliana ve pasar los matices dorados de la estepa por la ventanilla del remís, intentando no sentir culpa por este nuevo gasto. Los pensamientos económicos amenazan con llevarla siempre a la zona de ansiedad donde todas las deudas y facturas no pagadas se juntan a saltar la soga.
De pronto un gesto de Matías la saca de aquel laberinto para meterla en otro peor: su hijo está llorando como nunca había ocurrido en un viaje en auto. En general es algo que él disfruta. Pero ahora ese chico de hombros y espaldas anchas, barba rojiza y rala, de petequias amontonadas en los cachetes, está llorando.
Cristian lo mira por el espejo retrovisor.
—El jueves tuvo una crisis —dice Lili y agarra la mano de su hijo preguntándose si Cristian sabrá qué es una crisis en el caso de Matías. ¿Lo sabrá algún padre de hijos neurotípicos? Calcula que no y se ve, como siempre, forzada a sobreexplicarlo.
—Tiene discapacidades múltiples, complejas y comorbilidades —dice su neurólogo en Bariloche.
Es del grupo de los severos, anotan las docentes de la Escuela Especial.
—Acá no se adapta —explica la coordinadora de la asociación para personas con discapacidad—, revolea cosas.
—Si lo hubieras llevado antes a fono tal vez hablaría —acusan otros padres y madres.
—Lo estás malcriando —comenta la gente en el supermercado cuando Matías le tira un paquete de Hellmann's al fluorescente que zumba.
—¿Y qué querés que haga yo? —dice a menudo el padre de Matías por teléfono. El jueves de la crisis no es la excepción.

Es jueves 12 de octubre de 2023 en Ingeniero Jacobacci, dos días antes del viaje en remís. Son las 6 de la tarde. Carla Belén, la acompañante terapéutica de Matías, llega tranquila y aplomada, con un elemento para jugar y ejercitar habilidades básicas.
“¿Lograremos enseñarle a lavarse los dientes?”
Esta habilidad es una de las que más le preocupa a Liliana. —Que cuando esté con su papá o cuando yo ya no esté… pueda lavarse los dientes solo —repite. Parece un logro diminuto frente a sus otras necesidades.
Liliana lo baña, lo peina, le lava la cola, le prepara las comidas, le da sus pastillas: un ansiolítico, un antipsicótico. También comparten otras cosas. Matías, cada tanto, hace sonar la nariz con fuerza. Quiere jugar. Entonces ella alza un pañuelito, dibuja firuletes en el aire como si bailara una zamba y lo llama. Matías se acerca, sonríe, y se deja limpiar esos mocos imaginarios.
Pero hay algo mucho mejor: todas las noches apaga la luz de la sala para que Liliana ponga su voz de maestra jardinera y le diga: “Prendé la luz Mati, prendé la luz”. Él se ríe mucho, echa la cabeza hacia atrás y larga una carcajada. Algunas noches lo hace solo un par de veces y otras, el juego parece extenderse sin final. Pero Liliana jamás le negaría eso, la risa, esa forma universal del bienestar.
A Matías también le gusta jugar con Carla Belén, aunque se entrega de a poco. La familia sabe que todo avance, por mínimo que sea, requiere mucho tiempo pero Liliana solo puede pagar dos horas diarias, tres veces por semana.
—A veces preferís recortar otros gastos para pagar de forma particular—dice— porque no te queda tiempo ni energía para luchar contra las obras sociales, los organismos y las malditas burocracias.
Carla Belén, como otros acompañantes terapéuticos del país, sigue luchando por la profesionalización de su actividad. A nivel nacional, el servicio no está reconocido como una prestación de salud y por eso las obras sociales lo pagan poco o directamente no lo hacen. La situación cambia según la provincia, pero la absurda paradoja de Río Negro se repite: el Ministerio de Salud otorga las matrículas pero no habilita los títulos para trabajar en el sistema de Salud Pública. Eso deja a muchas personas —entre ellas Carla Belén— imposibilitadas de atender por obra social o trabajar en el sistema público de salud.
De modo similar ocurre con los y las cuidadoras domiciliarias: el Certificado Único de Discapacidad (CUD) no permite acceder a subsidios para contratarles porque la norma nunca se reglamentó a nivel nacional. Y siendo Jacobacci la localidad más poblada de la Región Sur de Río Negro, con casi ocho mil habitantes -de los cuales 331 personas tiene CUD- en el Registro Nacional de Cuidadores Domiciliarios con formación verificada solo aparecen dos nombres.
—Me voy a curar la herida —le dice Liliana a Carla Belén.
La herida es un tajo en la espinilla, provocada por una caída en la calle. Al principio parecía una tontería, pero se fue abriendo como un pequeño cráter rojo, profundo y húmedo, que se niega a cicatrizar y rezuma pus. Un agujero que reclama auto-cuidados. Por eso, Liliana aprovecha cuando está la acompañante de Mati para encerrarse en su habitación y desinfectarla con detenimiento.
La abuela Licha también está en su habitación. No quiere salir. Hace tiempo que está decaída. La pandemia no le sentó bien, y el creciente estado de nerviosismo de Matías la terminó de aislar. No sabe si ayuda o estorba. Si acompaña o demanda.
Carla Belén se siente algo inquieta. Matías está nervioso y no la registra. Abre y cierra sus dedos con fuerza hasta dejárselos blancos. Amaga con picarse el globo ocular con las uñas, como ya lo hizo en 2018, cuando terminó lesionado. Se balancea más de lo habitual. Es como si buscara con la mirada algo que no encuentra, que no puede identificar. Nada lo colma.

Antes de irse, Carla Belén le cuenta a Liliana que no pudieron avanzar con el trabajo.
—Sí —responde Liliana—, y para colmo en la escuela le dieron algo que le inflamó el estómago; seguro debe estar con dolor de panza.
Matías en el sofá. La abuela Licha en su habitación y Liliana sentada a la mesa leyendo unos mensajes en el celular. Noche de jueves. Matías empieza a gritar muy fuerte, enojado. Su tono es grave, gutural.
—¿Qué pasa, Mati?
Él grita más fuerte y se para. Liliana se acerca para contenerlo pero lo ve fuera de sí. “Alienado” dice ella. Le da una orden simple, como aconsejan los manuales de atención de crisis o “meltdowns”:
—Dejá de gritar, Mati.
Licha sale de su habitación en pijama con el corazón en la boca y se queda inmóvil en la frontera entre cocina y sala.
Matías sigue gritando y, cuando Liliana quiere tocarlo, la empuja con fuerza. Ella no cae: una descarga de adrenalina la mantiene en pie. Pero no puede creer lo que ve. Matías busca con la mirada y elige: va por el televisor. No un control remoto, no un celular, no un paquete de mayonesa. Esta vez es distinto.
Lili se apura antes de que suceda aquello. Sabe que hay órdenes que Matías respeta sin equanon. Entonces, aun con el miedo latiendo, le dice que vaya al baño y lo empuja firme, las manos sobre la espalda. Matías parece tragarse la ansiedad para obedecer, pero también parece que eso —obedecer— le duele. Como si el esfuerzo de contenerse fuera físico, brutal. Arruga la nariz, contrae la cara. Los ojos piden explicaciones que nadie puede dar. En el baño, Lili lo alista un poco. Luego salen hacia el hospital. Él todavía tiembla.
En el hospital lo sedan para evitar nuevas lesiones o autolesiones.
—Es lo peor que me pasó en la vida —dice Liliana. En ese instante, no hay nada que le parezca más doloroso que ver caer tendido a un hijo que no entiende qué le pasa, qué le hacen, ni por qué.
El Hospital Rogelio Cortizo de Ingeniero Jacobacci cuenta con un Equipo de Salud Mental Comunitaria compuesto por tres psicólogas y cinco operadores. Su alcance excede la localidad: atienden demandas de las comisiones de fomento de Clemente Onelli, Lipetren, Choique, Colan Conhué y parajes aledaños.
Como la mayoría de los Servicios Públicos de Salud, este está desbordado. Día a día, a las demandas habituales se suman nuevas urgencias, exacerbadas por la crisis social, económica, laboral y la famosa motosierra libertaria. Romina Tgmoszca, psicóloga del Servicio, enumera la avalancha de casos: "Recibimos derivaciones de la policía, de justicia, de los generalistas, de casi todas las instituciones. Son casos de violencia de género, violencia sexual, enfermedades mentales, abusos de sustancias, problemas escolares, situaciones de angustia. Además, tenemos un grupo de trabajo con usuarios y organizamos actividades o jornadas de prevención y de inclusión".
Dentro de este amplio espectro de tareas, las atenciones que requieren consulta con neurólogos o psiquiatras se tornan imposibles.
—Durante un tiempo, un psiquiatra estuvo viniendo al territorio —cuenta Romina Tgmoszca—. Luego dejaron de pagarle y nos quedamos sin psiquiatra.
Lo mismo ocurre con muchas otras especialidades: no queda más que viajar. Las derivaciones son trámites librados a la suerte y la disponibilidad en un sistema donde los trabajadores de los hospitales de las ciudades, quienes podrían recibir a pacientes en crisis, también están exhaustos, mal pagos y "quemados".

—Es una cadena de descuido a quienes cuidan— sentencia Romina Tgmoszca.
El sábado Matías aún viaja con la resaca de la sedación. No lo derivaron pero van por cuenta propia a ver al neurólogo. Cuando el remís entra a Comallo y los teléfonos agarran señal, Liliana marca desesperada el número de Luis, el papá de Matías.
—No me di cuenta —le dice, agarrándose la cabeza— el turno no era para hoy, era para el martes.
—No importa —la tranquiliza Luis— ya estoy yendo a buscarlo a Bariloche. Y lo llevo a mi casa hasta ese día.
Comallo es un pueblo pequeño, acaban de atravesarlo de punta a punta. Liliana guarda el teléfono fuera del alcance de Matías para que no lo revolee. Intenta respirar y cambiar de aire, pero no puede. Haber confundido un turno a estas alturas no es un error: es síntoma.
Y de los más leves.
El tren pita apenas aparecen las luces del barrio San José. Liliana se despierta, aunque ya siente esas ganas de no hacerlo nunca más. Está de vuelta en Jacobacci. Sin Matías. Son los últimos días de octubre y la primavera empieza a soltar sus brotes sobre la estepa, después de un invierno crudo.
Con ayuda del neurólogo y el psiquiatra, Liliana y Luis decidieron que Matías se quede en El Bolsón, en casa del padre, por tiempo indefinido.
—De todas formas, él está bien —dice Liliana a quienes le preguntan.
Ha recibido videos todos los días, desde que Luis lo subió a su camioneta y se lo llevó “de ella”. A otro régimen. A otra vida.
—Se está cagando de risa. Se lo ve feliz —agrega, buscando y mostrando en la pantalla de su celular cada uno de los videos. Como si necesitara chequear ella también este improbable desenlace.
Luis y Liliana se divorciaron cuando Matías tenía 10 años. Acordaron un régimen de visitas amplio. Fueron acomodando sus vidas a las necesidades y posibilidades de los tres. Mientras Liliana vivió en Bariloche y Luis en El Bolsón, Matías rotaba de casa cada dos semanas. Pero luego, desde que se mudaron a Jacobacci en el 2013, Liliana se convirtió en su cuidadora principal y Luis en un papá que recibía a Matías dos veces por año, como si fuese un régimen escolar con vacaciones largas.
Cada vez que Matías se iba con su padre, Liliana intentaba recuperar el aire: soñaba con descansar, ordenar sus finanzas, tal vez una suplencia corta en la escuela primaria. Las trabajadoras del Consejo de Educación la animaban porque, si bien idónea, era una excelente maestra. Pero le resultaba difícil. Su cabeza seguía con él, pensando en que Luis no le ponía tanta atención a los detalles del cuidado.
—Mínimo lavarle los dientes dos veces al día —Y explica por qué es tan importante para ella: —Si le duele una muela, no tengo forma de saberlo. Si la molestia crece, Matías va a llorar hasta que yo adivine dónde le duele. Y si tiene una caries, es peor: no se deja tocar por extraños y menos por una dentista. Habría que sedarlo. Pero nunca pudimos hacerle un electrocardiograma, porque su trastorno de desintegración sensorial no lo permite. Entonces no sabemos cómo puede reaccionar a una anestesia general. La conclusión es simple —dice—: si Matías tiene una caries, hay que arriesgarlo todo. Incluso su vida.
Marañas de pensamientos como este fueron la rutina de Liliana durante 22 años. Un modo de vivir en estado de guardia, con la mente siempre en anticipación.
Pero al volver a Jacobacci, esta vez sin Matías, algo se quiebra.
—Me siento muerta —dice—. Fallé.
Un agujero oscuro y profundo —como la herida en su pierna— se le abre adentro y empieza a engullirla sin dejar resto: su ser, su identidad, el para qué de su existencia. “Fallé como madre” se castiga y se asoma completa la figura que había estado esperando el momento indicado para entrar en escena: la depresión.
La experiencia de Liliana no es un caso aislado, sino un espejo de la realidad que enfrentan miles de personas. Tiene un nombre: Síndrome del Cuidador. Aunque, si atendemos a la desigualdad en la distribución de estas tareas, podría nombrarse simplemente en femenino. El Síndrome de la Cuidadora Quemada afecta la salud física, psicológica y el bienestar existencial de mujeres y disidencias, con o sin discapacidades, que no solo sostienen a quienes cuidan, sino también al sistema mismo.

La salud mental de los y las cuidadoras debería ser una prioridad. Sin embargo, en la experiencia de la psicóloga y estudiante de Posgrado en Psicoanálisis, Romina Tgmoszca, la realidad es otra: "Es muy difícil que la persona responsable de cuidados pida ayuda", confiesa. "Ni siquiera notan que necesitan un espacio de contención. Llegan por otra vía. Tal vez por algún dolor físico crónico, o una derivación por problemas que ellos no asocian directamente con el agotamiento del cuidado".
Otro factor del que poco se habla y con el que Liliana aún está batallando es la extinción o el cambio radical del rol tras años de dedicación exclusiva.
—La ropa de Mati estuvo sobre su cama un año entero. La Licha me decía de guardarla y yo no podía. Necesitaba verla ahí—cuenta.
El Servicio de Salud Mental Comunitaria local tuvo una breve experiencia con la conformación de un grupo de familiares de personas en cuidados paliativos. Fue muy útil para abordar el agotamiento y las perspectivas de sostén después de la muerte. Sin embargo, el grupo no logró afianzarse ni cobrar vuelo propio. Lo mismo sucedió con otro grupo, en este caso independiente, de familiares de personas con autismo.
—La salud mental no es un compartimento estanco ni responsabilidad de usuarios y profesionales únicamente —dice Romina Tgmoszca—. La salud mental es una co-responsabilidad de toda la comunidad y los problemas que se nos presentan son también una respuesta a los contextos donde desarrollamos nuestra vida y nuestro quehacer.
En una caja de cartón forrada, Liliana tiene moldes de huevos de pascua, de chocolates y corazones de distintos tamaños. Escarba entre los enseres y encuentra una foto de su padre cuando era joven. Se ve a un señor grandote, con un delantal blanco impoluto y en la mano un cucharón gigante. Está templando chocolate sobre una placa de acero inoxidable.
—Tengo en el cuerpo la memoria de este oficio —dice Liliana señalándolo.
Para encontrarle una punta a la madeja cruda de la depresión, Liliana hizo algo que le sirvió: se miró en un espejo donde alguna vez fue hija y recibió cuidados. El contacto con la memoria de su padre que le enseñó el oficio de la chocolatería artesanal la ayudó a tomar la decisión de emprender a partir de eso.
Hoy Liliana está poniéndole energía a “Chocolatitos que adoro”. No es sólo una conexión con su historia, con su fe y con el vínculo social. También intenta ser una entrada económica pues la relación entre pobreza y discapacidad es feroz, más aún en un contexto donde el 90% de las políticas de cuidado fue recortado, desmantelado, derogado o está en riesgo.
Como opción para conectar con el disfrute y la grupalidad, Liliana empezó a bailar folklore en Aires de Libertad, con el grupo de las personas mayores. También retomó el tejido. Su herida en la espinilla está totalmente cicatrizada.
Por las noches se sienta en la sala a tomar un té o a mirar las redes sociales y recita en silencio: “Prendé la luz Mati, prende la Luz”. A veces, cree que es él ahora el que la está cuidando porque tiene la sensación de que la oscuridad remite y de a poco comienzan a emerger las formas y los colores de este nuevo mundo donde Matías- por un tiempo- estará lejos. Hasta que ella esté mejor. Hasta la próxima vuelta.-