Mi vecino, el bomberito

por Mauro Salvador

Tenían entre 11 y 25 años. Salieron del cuartel de bomberos el 21 de enero de 1994 para apagar un incendio en la zona rural. La intensidad del viento volvió incontrolable el fuego. Las llamas los encerraron. Desde entonces nadie olvida la tragedia de los 25 bomberitos de Madryn, pero sigue siendo difícil nombrarla.

Enero 2023

No quiero hablar sobre héroes, ni sobre el honor, el deber cumplido o la negligencia. No quiero dejarme atrapar por el fuego abrasador, ni volver a las últimas imágenes de los 25 bomberitos. No quiero recordar el extenso cortejo fúnebre desde el centro hasta el cementerio de Puerto Madryn aquella mañana del 24 de enero de 1994. Solo quiero escribir sobre mi vecino. Solo quiero recordar a Carlitos.

En una de las fotos aparece de costado, es el único que no tiene un bonete, mira la cámara, como yo, que estoy en la punta de la mesa, casi a punto de soplar las velas con expresión de feliz cumpleaños, justamente. Seguro que fue una de las últimas veces que compartí con él, no sé, se me mezcla todo entre ese inicio del año 1994 y finales del 93: el barrio al que nos mudamos, la nueva casa, el trabajo de mi vieja, la bicicleta, mis mascotas, la escuela, los amigos de entonces.

Carlitos era más grande, su hermano iba conmigo al jardín, sus abuelos vivían justo enfrente de la casa que alquilamos en calle España al 500, a la vuelta de la estación de Bomberos de calle San Martín, donde sigue estando.

Lo veo y lo sigo mirando, tengo las fotos delante mío. Su imagen, su sonrisa, siempre quedará impresa en estos rectángulos de papel Kodak. Busco más entre las cajas llenas de tierra donde están los álbumes que mi madre siempre conservó.

Carlitos, Carlos Eduardo Hegui, a los 12 años ya era cadete dragoneante en el cuerpo de bomberos voluntarios. Fue elegido mejor amigo de su curso, que mi vieja fue su maestra y que, como tantos grupos, habían realizado el avistaje de ballenas en Puerto Pirámides con sus compañeros de escuela. No mucho más. En estos 29 años que pasaron preferí no ahondar, dejarlo atrás por no poder entender.

La tarde del 21 de enero de 1994 un incendio, como tantas veces, comenzó a extenderse en una zona de campos en el oeste de Puerto Madryn. Ni bien se dio aviso al cuartel, el equipo de Bomberos salió al encuentro del fuego, para contenerlo. Era un grupo conformado por jóvenes cadetes, bomberos, cabos, y el Sub Oficial Mayor a cargo. Las ráfagas de viento llegaban hasta 90 kms por hora.

Jose Luis Lazarte, el Negro, fue reportero gráfico por muchos años en Madryn. Ese verano del ‘94 trabajaba para Jornada, un diario impreso de gran circulación, y fue a cubrir el incendio.

- Recuerdo que hacía un calor tremendo, mucha tierra en el aire, y los bomberos me decían: “dale, vení, pasa”, y yo: ”no, no, no”.

En las primeras fotos que sacó se ve una columna de humo, dos móviles y los bomberos: “los chicos”, dice cuando habla de ellos.

- Después no los vi nunca más.

Sacó las fotos, las reveló, hizo copias en blanco y negro desde la agencia Puerto Madryn para enviar a la central del diario en Trelew y cuando salió del laboratorio, a las seis de la tarde, era como de noche. Supo que estaba todo mal.

Le pregunto por mi vecino, si se acuerda de él. Me habla entonces de la madre de Carlitos y da un dato que me sorprende: es taxista, podría encontrarla en la parada de la Plaza San Martín. Y agrega que ella le encargaba renovar las fotos de Carlitos en su lápida, para su cumpleaños, aniversario de fallecimiento o porque se estaba decolorando.

***

En otra foto Carlitos mira fijamente hacia la mesa, adornada con un mantel rojo, vasos de plástico y platos con galletitas, con porciones de la pastafrola de membrillo que hacía mi viejo; su mano está cerca de su cara con el dedo índice extendido y los labios bien apretados, busca hasta el último sabor de lo que acababa de comer. Yo aparezco con un antifaz y nariz de payaso. Él no lleva nada, ningún adorno, eso me llama la atención, y noto que en todas está igual. Sonriente, natural y distante a la vez.

Madryn crece, de manera grosera: donde antes solo había estepa y campos para perderse y recorrer, hoy se levantan barrios. La zanja de guardia -un cauce donde el agua de lluvia se desvía al mar- que antes marcaba el fin de la urbanidad, ahora es parte de la ciudad.

Todo se transforma, sin embargo, los 25 bomberitos persisten en la memoria colectiva y se plasma en la geografía urbana.

En la esquina suroeste de Plaza San Martín, la principal, hicieron un círculo de 25 torres de tres metros, una hoja de acero gira cuando hay viento y en el centro colocaron una escultura de un bombero con alas cargando a un niño, es el reemplazo de la que existía hasta 2014. Allí se realiza el acto de conmemoración oficial cada 21 de enero. En el cementerio local un panteón fue construido por la Asociación de Bomberos Voluntarios de Puerto Madryn. La Escuela Secundaria N° 790 fue bautizada “21 de Enero”. En el barrio Covitre I pintaron un mural: un firmamento con estrellas rodea un casco de bombero, con el número 25, y la leyenda: “Memoria y Honor. Prohibido olvidar”.

Un mediodía, a la salida del trabajo, me acerco a la central de taxis, y veo a Baty, de cara bonachona, sonrisa presta y conocedor del antiguo Madryn. Es de la vieja camada de taxistas, lo encuentro sentado en su coche, esperando en la fila, y le pregunto si conoce a Susana de Hegui, la mamá de Carlitos. Me dice que sí, que ella tenía un taxi pero vendió hace rato la licencia.

Aunque agrega algo más: el apellido es Vivas. Susana Vivas. Le cuento que la busco porque quiero escribir sobre su hijo.

- El Cabezón, sí me acuerdo….

Y sin perder tiempo, con sus pequeños lentes y un rostro sanguíneo, sus gruesos dedos mandan mensajes de Whatsapp.

- Acá contestó uno, de los más viejos, dice que vive por en el Parque Liviano, no sabe mucho más.

***

Un informe elaborado desde el Ministerio de Seguridad de la Nación sobre fallecimientos de bomberas y bomberos voluntarios de toda Argentina, menciona que el caso de los bomberitos de Madryn “produjo cambios dentro del sistema de bomberos voluntarios, ya que fue un evento muy violento por la cantidad de personas muertas que generó conmoción nacional; sin embargo, existen otros eventos que son olvidados o tienen poca repercusión”. Desde 1994 se empezaron a registrar los accidentes mortales, y hasta 2020 fueron 88 los fallecidos en servicio. En casi tres décadas, la tragedia de nuestra ciudad representa el 29% de los casos. La mayoría de los bomberitos de Madryn tenía entre 11 y 25 años.

La tragedia generó la unificación en materia de legislación, de abordaje y capacitaciones, y en especial la edad de ingreso al cuartel. Desde entonces, los aspirantes deben tener 18 años cumplidos y realizar un año de capacitación, como mínimo, según indica la Academia Nacional de Bomberos, reconocida por la ley 25.054 del Bombero Voluntario, del año 1998.

En la búsqueda por Carlitos, para tener una forma más precisa del recuerdo, la incógnita se vuelve sobre Susana, y encontrarla me resulta difícil. El dato que me pasó Baty, me lo refuta una de las madres de los bomberitos: según ella, Susana vive en la calle España al 500. Tal vez era obvio, me digo.

Camino hasta la cuadra donde mis viejos alquilaban, a la vuelta del cuartel, y donde estaba la casa donde vivían los abuelos de Carlitos ahora hay una construcción, al lado de imponentes edificios. Todo es distinto.

Al frente veo a una señora con grandes lentes de sol, charla con un hombre mayor. Mi instinto hace que la observe, cruce y les pregunte si son de la cuadra.

- Hace más de 50 años que estamos en el barrio- dice ella, el hombre solo asiente.

Indago por Susana, si la conocen, si vive en frente. La mujer responde que no, se fue hace mucho. Entonces la reconozco.

- ¿Erna? -le digo. Ella me mira desconfiada- ¿Te acordas de mí? Soy Mauro, hijo de Silvia y Roberto.

- ¡No!, ¡sos vos!. Cañiiito… -me sorprende el sobrenombre. Nos abrazamos.

Le cuento que soy periodista, que quiero escribir sobre Carlitos. El hombre entonces me mira y dice:

- Ese día yo entraba a trabajar temprano, recuerdo cuando sonó la sirena. Fue terrible.

- Carlitos, una criatura -agrega Erna, con un claro cambio de tono-, me acuerdo como si fuera hoy que lo vi salir en ojotas y malla para el cuartel.

Al rato sale el esposo, Juan, el cabello blanco peinado de costado, camisa dentro del jean, y cartera de hombre debajo del brazo. Me da la mano, y lanza: “cómo creciste”. Con Erna llegan a la conclusión de que Susana vive por la Gales, frente a la Escuela de Comercio, en un edificio de varios pisos.

***

En la última foto que tengo con Carlitos, él está de perfil, se nota su expresión concentrada y facciones entrando en la adolescencia, nos mira a nosotros. Su hermano Facundo, al lado mío, en espera de cómo yo soplo las velas, ese instante de boca abierta, ojos cerrados y algún deseo perdido. Mi viejo vigila la escena, inclinándose hacia el lado de Carlitos; el decorado se completa con el banderín de Feliz Cumpleaños del conejo Bugs Bunny, globos multicolores y un poster de la película animada de Aladdín. Ese sí, seguramente, fue el último momento que compartimos. En aquel departamento de calle España, en aquel barrio a la vuelta de los bomberos.

Estoy en la puerta del edificio y la veo venir. Rubia, anteojos grandes, con un rostro amplio. Susana no es como la imaginaba. La saludo. Me presento. Me hace pasar.

Subimos hasta el primer piso por escaleras. El departamento es amplio, con la luz que entra del ventanal, veo en la mesa tres fotos de Carlitos, o más bien dos y un pin grande con su rostro.

- Qué rico olor -le digo.

- Estoy haciendo un guisito para almorzar. Sentate, ¿querés tomar mate?

Nos observamos un breve momento, nerviosos, y le comento que quiero hablar sobre Carlitos, mis dedos repasan las fotos, para saber cómo era él.

Me cuenta que su hijo empezó a ir al cuartel porque lo invitó un bombero, un chico joven que también luego fue policía. Me cuenta que siempre fue servicial, recuerda que ayudaba a las abuelas del barrio con los mandados, o buscaba prepizzas y organizaba para cenar con los compañeros del cuartel, siempre queriendo estar con los bomberos.

Ese día del accidente Carlitos estaba atendiendo el kiosco que tenía la mamá de Susana, cuando sonó la sirena, avisó: “Abuela, me voy a los bomberos”.

- Y se fue y listo -dice Susana.

Silencio. Esa misma tarde su padre, el abuelo de Carlitos, pasó por su casa, siempre le dejaba un galletín calentito. “¿Y tu ayudante?”, le preguntó.

Eran las dos de la tarde cuando un grupo de 25 bomberos y cadetes, que tenían entre 11 y 25 años, salió en apoyo de la dotación que combatía un incendio de campos, a 12 kilómetros de Puerto Madryn, en un casco de estancia. Alrededor de las 6 de la tarde se perdió la comunicación con ellos. El calor era intenso. Y el viento iba cambiando constantemente, volviendo al incendio incontrolable. Las llamas los encerraron.

Antes de la cena de ese 21 de enero de 1994, Susana llamó a su papá.

- Ya fui al cuartel, me dijeron que está todo bien, que les están llevando comida y agua, pero que van a trabajar toda la noche- le respondió él.

Y Susana se fue a dormir.

No fue sino hasta el otro día que encontraron los cuerpos, asfixiados por el humo, desparramados en una amplia zona.

La mañana del 22, Eduardo, el papá de Carlitos, fue quien le dijo a Susana que los bomberitos estaban desaparecidos en el campo, y ellos, como tantos padres y familiares, fueron hasta el Cuartel de Bomberos Voluntarios. No entendían qué estaba pasando.

Hasta que les avisaron que los cuerpos de los chicos estaban en el Centro Nacional Patagónico, dependiente del Conicet. Al llegar, Susana insistió en que los dejaran pasar, vivían una situación extrema de nervios y confusión. Reconoció a Carlitos por su malla, esa que él mismo se había comprado.

- A los chicos los recordás todos los días, vos fijate que me puse a arreglar unos cajones y apareció todo esto -Susana señala las fotos en la mesa-, lo tengo continuamente presente.

El cuadro de Carlitos en la sala nos contempla, vestido con su uniforme de cadete, gorra al tono, la mirada firme y sonrisa contenida. Preparado para salir a combatir el fuego, a sus 12 años.