Crónica VII: Certezas y una guitarra

por Santiago Rey

Falta un mes para que el juicio por el asesinato estatal de Rafael Nahuel llegue a su fin. En esta crónica, loos últimos testimonios, de familiares y amigos, en clave personal y amorosa. ¿Qué hacer con el vacío que producirá, sea cual fuera, la sentencia?

Fotos: Denali DeGraf

Octubre 2023

- Crónica I: ¿Dónde empieza la locura?

- Crónica II: La Encrucijada

- Crónica III: Los medios y el azar

- Crónica IV: Las incógnitas y los sueños

- Crónica V: Marcas en los cuerpos

- Crónica VI: Tanta muerte



Ya hay una certeza. Una fecha que sacia esa necesidad de saber que algo terminará. Una precisión, más allá de la incertidumbre por el resultado del juicio. El próximo 22 de noviembre, el Tribunal Oral Federal de General Roca dará a conocer su veredicto por el asesinato de Rafael Nahuel. Cuando el Presidente del Tribunal lea la sentencia, habrán pasado 63 testigos, tres meses y una semana desde el inicio del juicio oral, 23 audiencias, una inspección ocular, cinco ampliaciones de indagatoria, tres alegatos de las querellas y dos de las defensas. Habrán pasado casi seis años desde el hecho. Un ciclo está a punto de cerrarse. ¿A cuántas vidas afecta el punto y aparte judicial? Al escribir resuena la muletilla de todos los familiares de las víctimas: “Por lo menos queremos que haya justicia”, y “sólo así podremos descansar en paz”. Me parecen aseveraciones inasibles. ¿Cuánto repara el dolor saber que el o los responsables de un crimen serán declarados culpables y, acaso, o irán a una cárcel? ¿cuánto compensa realmente? No lo sé, no puedo saberlo. Pero escucho a Graciela, la mamá de Rafa, repetirlo. Pedir. La noche del 22 al 23 de noviembre, después de la sentencia, ¿alguien podrá dormir en paz?

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Cuatro vasos de agua toma Johana Colhuan durante los treinta y tres minutos que dura su testimonio, el 26 de septiembre, durante la audiencia número trece del juicio. Un llanto largo acompaña sus palabras. Por momentos las lágrimas le ganan al decir. Una psicóloga se sienta a su lado, le habla al oído un par de veces.

Johana vio morir a su primo Rafael montaña arriba. Después de recibir ella misma un disparo, herida, se acercó a su primo tendido, le acarició la cara, le tomó la mano. Johana era también su amiga y confidente. Sabía como nadie en la comunidad Lafken Winkul Mapu, de las alegrías y dificultades que vivía su primo. Hablaban por teléfono, se escribían whatsapps, cada tanto se veían. Johana sabía del amor de Rafa por los caballos, por su familia, y del temor de no poder de salir del círculo de violencia, consumo, muerte, que imponen a los jóvenes los barrios del Alto de Bariloche.

Ahora Johana lleva puesto un pañuelo marrón y florido en la cabeza, una remera blanca con una foto de su primo en el frente y la leyenda “Justicia por Rafa” en la espalda, aros de platería mapuche, unas zapatillas Flecha. Se sienta de cara a los tres jueces que componen el Tribunal, escucha unas pocas preguntas. Dice:

“El 23 (de noviembre) a la noche tomamos una decisión de ir con él y otro lagmien (hermano) dejarle comida y ropa a los lagmien que se encontraban en el cerro, estaban con lo puesto, no tenían comida y tenían frío. Decidimos acompañarlos con Fausto y Rafa. Ese 23 a la noche salimos para la Winkul. Estuvimos caminando un poco a la noche, tratamos de dormir un poco. Al otro día continuamos un poco más, pasado el mediodía encontramos a los lagmien. Comimos, les pasamos abrigo…”.

Al otro lado del zoom, a través de la pantalla, el abogado de tres de los Albatros procesados corta el relato, “no tengo ánimo de interrumpir”, dice, “no sé qué es un lagmien”, agrega, pide que Johana use “palabras que entendamos todos… ¿usted conoce la palabra lagmien?”, pregunta al Juez Simón Bracco que preside el Tribunal. Bracco lo frena, descarta el reclamo, le pide a Johana que siga.

Johana sigue, de un tirón. “Estuvimos hasta el 25 pasado el mediodía. No se escuchaban ruidos y entonces decidimos bajar porque pensábamos que las fuerzas se habían ido, bajamos unos 150 metros. Yo iba atrás, el camino es chiquito y no hay mucho espacio. Iba última. Empiezo a escuchar disparos y veo que los lagmien empiezan a correr para arriba y empiezo a correr, volviendo al mismo lugar que estábamos, unos 150 o 200 metros, cuesta arriba. Estaban disparando, uno atrás de otro, no sé de cuántas armas pero escuchaba muchos disparos. Yo quedé atrás de la fila, corriendo última, un lagmien me quiere ayudar, le digo que se vaya, prefería que me agarren a mí. Rafa en un momento iba al lado mío, me empezó a decir que corra, yo le dije que vaya, que se salve, él me empezó a empujar para que pueda seguir corriendo, no me quiso dejar sola. Íbamos atrás. Estábamos llegando a un plano, se encontraban el amigo Fausto (Jones Huala) y Lautaro (González Curruhuinca), Fausto tirando piedras. En ese momento llegando al plano le disparan a mi primo, cae al piso y después me disparan a mi en el brazo”. Johana se interrumpe, llora, hace silencio, con un pañuelo de papel se limpia la cara, toma agua, dice “le disparan a mi primo y de inmediato él se cae, yo lo miro, no sabíamos por dónde lo habían herido, y empezamos a buscar y la bala le había entrado por atrás, empezamos a buscar si había salido y levantamos la remera y tenía hinchado a la altura de la costilla. Decía que no podía ver, le costaba respirar, que tenía sed. Le dije que se quede tranquilo, que lo íbamos a ayudar, que lo íbamos a bajar. Alguien preparó como una camilla con madera y unos clavos, y lo subimos a la camilla y ya él sentía que no iba a soportar más, se bajó de la camilla dos o tres veces, se tiró, decía que se quería quedar ahí, que no quería que lo bajen. Lo agarré, lo subimos, le agarré la mano y le dije que se tranquilice que lo íbamos a bajar, iba a llegar ayuda, un médico. Bajamos muy poquito y falleció. Y lo seguimos bajando”.

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Pienso en ese instante, entre el balazo y la muerte. Vuelvo a Carrere, a su libro V13. Escribe: “La primera pregunta que hacen las familias. ‘¿Ha sufrido?’ ¿Quién puede responder? Los médicos forenses, los testigos supervivientes. Es un consuelo cuando dicen que no, que ha muerto en el acto, sin darse cuenta de lo que le sucedía”.

“Nadie sabe lo que pasa en el fuero íntimo de un moribundo”, dice también Carrere, aunque aclara que “la jurisprudencia (francesa) lo define como ‘el sentimiento de pavor que experimenta la víctima que, entre el momento en que ha sufrido el ataque o la agresión y el momento de su muerte, ha tenido conciencia del carácter ineluctable de su propio fin’”.

Entre el disparo letal y la muerte, Rafael sobrevivió unos minutos. Los suficientes para pedir que dejen su cuerpo allí, montaña arriba. Para decir que tenía sed. Para dejarse decir que aguante, que no se muera, que lo quieren mucho.

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Al finalizar su declaración en la sala, ante el Tribunal, Johana se abraza con su madre, María Nahuel, con su hermana Betiana, dos abrazos largos, sentidos, fotogénicos. Minutos después, ya en la calle nos pide a los periodistas y fotógrafos que no publiquemos las imágenes de esos abrazos. No quiere que se la vea quebrada en un momento que, a pesar de ser público, se convirtió en íntimo.

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La jornada 13 concita hasta ahora la mayor atención de todo el juicio. La sala casi colmada, como nunca. Además de la declaración de Johana Colhuan, también están citados para dar su testimonio Lautaro González Curruhuinca y Fausto Jones Huala, testigos directos del asesinato de Rafael Nahuel. También declaran María Nahuel, tía de Rafael, y dos de los procesados amplían por zoom su declaración indagatoria.

La audiencia ha convocado a militantes, mapuches, interesados en el caso. La totalidad de quienes llenan la sala están convencidos de que lo que sucedió hace casi seis años fue una cacería por parte de las fuerzas de seguridad del Estado contra un grupo de personas mapuche.

En muchos casos, esa certeza proviene de la convicción ideológica, vital, de la historia y el contexto de avasallamiento del pueblo originario a manos del Estado, y no de la lectura del expediente o el conocimiento puntilloso de los hechos.

Al contrario de ese sentir, la Justicia debe atenerse estrictamente a la valoración de lo acontecido y de las pruebas que sostienen el andamiaje probatorio de esa valoración; y no, por caso, de la histórica relación opresor-oprimido que el Estado ha ejercido contra el pueblo mapuche.

El problema radica en la generalizada -y en mucho casos fundamentada- sospecha de que también en la mayoría de las estructuras del Poder Judicial anida una convicción ideológica -racial y económica- que ha dado marco jurídico a través de sucesivos fallos al despojo territorial y la limitación de los reclamos mapuches.

En todo caso, serán tres jueces -es decir, tres seres humanos con todas sus virtudes y flaquezas-, los que en sólo siete días -plazo entre el final de los alegatos y la lectura del veredicto- deberán resolver si el asesinato de Rafael Nahuel tiene o no culpables, quién o quiénes fueron los responsables, y en qué contexto -agravantes o atenuantes- sucedió.

Los alegatos finalizarán el 15 de noviembre, la sentencia se leerá el 22. ¿En una semana valorarán toda la prueba, testimonios, pericias; o cada uno de los jueces -todos hombres, todos blancos- ya tiene formada en su convicción una idea de lo sucedido y del resultado del juicio? Imposible saberlo. Me gustaría ser testigo invisible de las deliberaciones entre los magistrados en esta etapa de juicio oral, y de la intimidad del momento de plasmar, cada uno de ellos, los argumentos que sustenten sus votos. ¿Cuánto pesará la habilidad oratoria de los abogados de las diferentes partes? ¿cuánto la evidencia y la prueba? ¿cuánto las contradicciones en las pericias? ¿cuánto la experiencia y capacidad técnica de los peritos que intervinieron en esos estudios? ¿cuánto pesará la compasión de darle respuesta a una familia destrozada? ¿cuánto la rigidez normativa y cuánto la laxitud humana? ¿cuánto pesará en los jueces la letra de las leyes y cuánto la mirada de la sociedad? ¿cuánto jugará el contexto político electoral en cada uno de los magistrados al momento de firmar su voto?

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Escribo esta postergada crónica escuchando al indescifrable pianista belga Wim Mertens. Su obra Jeremíades -principalmente el tema Kaf- es de una belleza inasible, sus reiteraciones, sus insistencias rítmicas, su piano golpeado amorosamente, su voz desgarrada que orilla un idioma, su melodía que detrás de una aparente simpleza enhebra una complejidad estudiada, que propone un abismarse controlado.

No sé si me ayuda a escribir o si me distraigo en los acordes, las disonancias, el descanso del regreso a la melodía, ese minimalismo recargado.

Vuelvo al mar Bill Evans, sobre cuyas aguas navego más tranquilo.

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Eusebio Curruhuinca falleció en junio de 2021. No era tan mayor, algo más de 70 años, pero el Covid no lo perdonó. Cinco meses antes de morir pudo cumplir un sueño: ver a su nieto que estaba prófugo de la Justicia y regalarle una guitarra. Su guitarra. En algún lugar que aún hoy la familia no especifica, Eusebio compartió unos días con Lautaro González Curruhuinca: mates, charlas, algo a la parrilla.

Hacía ya dos años largos que Lautaro había comunicado su decisión de no presentarse ante la justicia, de abstraerse del llamado de los tribunales, acusado del delito de usurpación y agresión contra los efectivos de Prefectura que ingresaron al territorio en Villa Mascardi y mataron a Rafael Nahuel. Había dicho que no se sometería ante un Poder Judicial racista y a una condena segura. Y pasó en total más de cuatro años oculto.

Lautaro no sabía tocar la guitarra, a pesar de que la música siempre estuvo presente en su vida. De adolescente, en Comodoro Rivadavia, mientras estudiaba y trabajaba en una panadería, ahorró y se compró un acordeón. Siempre le gustó la milonga, las melodías sureñas, la payada.

Cuando en junio de 2021 falleció su abuelo, agarró la guitarra que le había dejado. Le sacó los primeros acordes, empezó a estudiar de manera autodidacta. Un prófugo no va a clases particulares.

En su voz un poco aguda y monocorde, en su cantar con la boca apenas abierta, se expresan todas las palabras de rebeldía que una timidez insistente le impiden pronunciar en público. Lautaro es callado al extremo, muestra siempre una media sonrisa. Tres de las canciones que lo fueron acompañando en la soledad de prófugo hoy pueden verse en un canal propio en Youtube. En una de ellas le canta a su “guitarrita criolla”. Le canta al “sufrimiento de toda mi paiasanada”, sabiendo que “tal vez me digan porai, que soy un pobre atrasao, porque yo canto milongas y no otro canto importao”.

Ante el Tribunal, el 26 de septiembre, con una boina negra, una bombacha gaucha y botas de cuero hasta la rodilla, Lautaro es claro, conciso. Repite, al igual que hará Fausto un día después, el detalle de lo ocurrido, narrado por Johana Colhuan. La persecución, la balacera, la muerte de Rafa, la camilla y su propia detención posterior.

Antes de declarar dice que abandonó su condición de prófugo sólo para presentarse y “hacer saber lo que pasó con Rafael” para que “los padres puedan saber cómo murió su hijo, porque debe ser feo perder un hijo y no saber la forma en que murió”.

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A Fausto Jones Huala se lo ve tranquilo. Toma mate mientras aguarda ser llamado a declarar. Comparte un guiso con los manifestantes que en las puerta del Juzgado Federal armaron una olla popular, entre banderas y cánticos.

El 26 de septiembre el tiempo de la audiencia se agota y es citado para el día siguiente. Su apellido resuena como un mantra que convoca todos los prejuicios. Su hermano Facundo está preso en Esquel a la espera de ser extraditado a Chile donde debe cumplir una condena por incendio. Facundo es líder de la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), del Movimiento Mapuche Autónomo del Puelmapu, algunas de las organizaciones políticas más extremistas del reclamo por libertad y territorio del pueblo mapuche.

Pero Fausto está tranquilo. Espera poco de la Justicia, y piensa en su futura mudanza: dejará Bariloche para trasladarse a la ciudad donde viven sus hijos más pequeños. En los últimos años se especializó en trabajos de plomería. Un recorrido vital como el de tantos, en este caso cruzado por una lucha que lo llama desde las raíces. Y a la que acude puntual, aunque a la sombra de la exigencia de heroicidad que construyó su hermano.

Cuando finalmente le toca declarar, dice: “Estábamos bajando (por la montaña) y escuchamos ‘alto Prefectura’ y en el mismo instante empezaron a escucharse disparos. Uno atrás de otro. Mi primera reacción fue darme vuelta y empezar a correr, llegamos a la planicie donde habíamos hecho noche. Con el peñi (hermano) Lautaro fuimos los primeros que llegamos a la planicie y al ver que los demás no podían llegar y los disparos eran todo el tiempo, decidimos agarrar piedras y empezar a tirar a las personas que venían disparando. No sé cuánto habrá durado, se sintió eterno”.

Luego vio caer a Rafael, intentó asistirlo, y en una improvisada camilla de palos lo bajó. En el estrecho sendero de montaña Rafael falleció. Siguió bajando el cuerpo, lo dejó a la vera de la ruta a la espera de ayuda, y fue detenido.

“Apenas dejamos la camilla -dice Jones Huala- se nos abalanzaron cuatro o cinco efectivos a querer pegarnos, otros los paraban, nos tiraron al piso, nos redujeron. Hacía mucho calor. Nos tenían boca abajo, no nos dejaban hablar, decir nada, ni movernos. El peñi Lautaro les dijo que el precinto le cortaba la circulación, no tomaban registro de lo que decíamos. Llegó (el secretario del Juzgado Federal, Alejandro) Iwanow, cuando lo escucho me doy vuelta y lo empiezo a llamar, otro de Prefectura me agarró para que no hable, el secretario le dijo que me deje hablar, le dije que Lautaro tenía las manos hinchadas por los precintos, les dije que habían matado a Rafa. En el transcurso que lo íbamos bajando recogí un casquillo de 9 mm y me lo guardé en el bolsillo. Le dije ellos mataron a Rafa, le dije que tenía el casquillo, le pedí si se lo podía dar para que no se pierda. Le cambiaron los precintos a Lautaro, le pusieron las esposas, nos tuvieron un rato más. Nos cambiaron de lugar, nos llevaron atrás de una camioneta, uno de cada lado. En ese momento también lo llevaban al peñi Rafa, en la misma camilla. Había un montón de efectivos, venían nos miraban, otros más cerca le levantaban la ropa con la que estaba tapado Rafa, lo miraban al peñi Rafa que estaba muerto, lo volvían a tapar y se iban”.

Y dice: “No entendíamos nada, no sabíamos porqué estábamos tan custodiados, (por la) PSA con armas largas. Ahí nos dicen que supuestamente había habido un enfrentamiento. Llegó la Policía de Río Negro de Criminalística, nos sacaron fotos y nos tomaron muestras en las manos. En ese momento sí me enojé bastante, le pregunté porqué y me dijeron que porque supuestamente nosotros estábamos acusados que habíamos disparado, le dije que no habíamos disparado, solo los prefectos. Firmé (el acta) en disconformidad. Pasó un rato, era tarde, nos llevaron hasta la PSA, quedamos en calidad de detenidos, incomunicados. Todos los días detenidos nos declaramos en huelga de hambre, casi cinco días”.

Finaliza su testimonio. Jones Huala se levanta, alza el puño, grita que se haga justicia por Rafael Nahuel y luego el afafán, un grito que ratifica la identidad mapuche, la pertenencia, su lucha.

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Las dos semanas que siguieron a esas audiencias trascendentes con declaraciones de los testigos directos del homicidio, el juicio entró en una cadencia soporífera. La insistencia del fiscal en sostener 18 testigos que, en cuatro audiencias, dos semanas, poco aportaron a la causa, le quitó el ritmo e intensidad que había tomado hasta entonces. Algunos uniformados sin mayor participación en el hecho, ocasionales guías turísticos que pasaban por el lugar y fueron obligados a esperar en sus camionetas a que termine el operativo que cortaba la ruta, el chofer de la primera ambulancia que llegó al lugar, dos integrantes del gabinete de Criminalística de la Policía de Río Negro en Bariloche que detallaron cómo se realizaron los procedimientos de toma de muestras de las manos de los jóvenes que bajaron el cuerpo y de los Albatros presentes en el lugar de los hechos. No mucho más.

La confirmación de la fecha de inspección ocular (24 de octubre), de los alegatos (7, 8, 14 y 15 de noviembre) y finalmente del veredicto (22 de noviembre) lograron revitalizar el interés por el juicio.

Una pregunta se impone entre las partes del juicio: ¿lograrán los abogados de las querellas la recalificación de la causa y que se descarte el atenuante de un crimen “cometido en exceso de legítima defensa”? La pregunta es central, no sólo por lo que significaría dejar asentado en un fallo qué fue lo que ocurrió aquel 25 de noviembre en la comunidad, sino también por la densidad de las penas que podrían afrontar los Albatros responsables del hecho.

Ya hablé en crónicas anteriores de la estrategia de los abogados de la familia de Nahuel, de la APDH Bariloche y de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación: conseguir condenar a los cinco involucrados bajo la pena de homicidio agravado. No hubo enfrentamiento armado, los cinco Albatros persiguieron, los cinco dispararon a matar, hubo un muerto. Y como no puede determinarse científicamente debido a las contradicciones en las pericias balísticas, de qué arma provino el disparo mortal, los cinco deben ser condenados por el asesinato.

Ese mismo argumento, el de la imposibilidad de señalar el arma homicida, será el eje del alegato de las dos defensas. ¿Cómo condenar a alguien si no es posible determinar si realizó el disparo que acabó con la vida de la víctima?

Nadie puede adelantar qué dirá ese fallo. Es una duda lacerante.

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Antes de terminar esta demorada crónica, volví a presentar mi libro “Silenciar la muerte” que narra la vida de Rafael Nahuel y como se preparó y consumó su asesinato, así como se intentó, desde un comienzo, ocultar lo sucedido y construir alrededor del hecho un relato distorsivo.

La presentación fue el viernes 13 de agosto en San Martín de los Andes, en el marco de la 17 Feria Regional del Libro de esa ciudad. Allí dije que si el libro, publicado en 2018, tiene alguna vigencia no es por sus méritos narrativos o periodísticos, sino por la falta de justicia en torno al caso.

El próximo 22 de noviembre el fallo del Tribunal marcará el fin de un proceso abierto con un balazo estatal disparado en medio de una montaña, en el marco de una disputa histórica que lleva ya más de 140 años -por poner una fecha, fijada en el comienzo de la denominada Campaña del Desierto. Sea cuál sea el resultado, el fallo será un hito histórico.

Pero también el veredicto marcará un punto y aparte para las historias personales que rodearon la vida de Nahuel, las de una familia que reclama justicia, las de los abogados que con mayor o menor compromiso con la causa ponen en juego su prestigio -e ingresos económicos-, las de la burocracia judicial que se desplegó durante los cinco años de instrucción del expediente, las de las comunidades mapuche que piden el esclarecimiento y una condena ejemplar, las de los periodistas que en las distintas etapas seguimos la causa.

Me siento estrechamente vinculado con el caso. Admiro a los y las periodistas que eligen seguir un tema -un hecho, un nombre, una historia- y no lo largan hasta el final. Ese apego puede tener infinitas razones: una sensibilidad especial por la causa; algún interés particular sólo revelado al círculo íntimo del periodista; el ego. En mi caso, supongo, hay una mezcla de todos esos condimentos. Sé, eso sí, que la noche del 22 al 23 de noviembre después de la sentencia, no podré dormir en paz: yo también tendré que aprender a vivir sin Rafael.

¿Cuánto reparará en el ánimo de Graciela una condena a los culpables?, ¿podrá descansar tranquila finalmente?, ¿qué acordes rasgará esa noche Lautaro en su guitarra?