Siempre sus ojos hablaron más

Un año atrás, en Santa Cruz, Sofía Ávila apuñaló a su novio mientras él le pegaba. Una jueza la liberó por considerar que lo hizo en defensa propia, la Cámara rechazó el fallo y ordenó procesarla. Hoy está presa.

Marzo 2022

“¿Querés un te?”, me preguntó Gustavo, mientras esperábamos a su hija Sofía. Elegí uno de frutilla. El sabor ácido y dulce al final de la garganta. Pensé en eso mientras le ponía tres cucharadas de azúcar y me imaginaba cómo actuar si ella lloraba, si gritaba o se daba la cabeza contra la pared.

El crujir de maderas de las escaleras anunció que ahí venía, con los pies pesados. Es una morocha de belleza hegemónica, el pelo teñido de rubio dorado, pero entonces tenía la cara golpeada y la mirada extraviada. Me abrazó y se dejó caer en un sillón.

No tenía expresiones, hablaba arrastrando las palabras, se despabilaba con cabezazos bruscos, estaba como adormecida, empastillada, ¿cómo se pasan las horas después de haber matado a un hombre?

Hacía apenas un rato que la habían dejado ir de la Comisaría Tercera de Río Gallegos donde permaneció diez días detenida por lo que hizo la noche del 6 de marzo de 2021, durante la cuarentena, cuando le cortó la aorta a su pareja, con un cuchillo de cocina que manoteó de la mesada mientras él la tenía agarrada por detrás.

- Lo último que me acuerdo es una patada en la cabeza- me dijo esa tarde, aunque es una suposición. Sofía estaba muy drogada esa noche y no sabe cómo pasó de la cama a una lucha en el living, con un dolor insoportable en la zona genital.

No sabe qué la despertó y ojalá nunca se acuerde, aunque cree que él la estaba violando.

Más tarde su abogada Mariana Barbitta dirá que fue una legítima defensa: “De manual”. Mujeres que matan para no morir, auxiliadas por elementos domésticos como cuchillos de cocina o destornilladores, cosas que están a disposición antes del reflejo mortal que les evita ser ellas las asesinadas.

“Que llore su mamá”. La frase que semanas antes había posteado en su perfil de Facebook fue la excusa perfecta para que los medios dijeran que Sofía tenía la decisión tomada de antemano.

Al día siguiente de recuperar su libertad, Sofía partiría en un vuelo hacia Buenos Aires para internarse en Gens, una clínica de rehabilitación por su consumo de drogas.

El día que la visité no fui a entrevistarla y sabía que nada de lo que me dijera podía salir de mi boca en ninguna parte. Sofía había sido liberada por orden de la jueza Rosana Suárez, que en un fallo con perspectiva de género entendió que Sofía se defendió para no morir en el ataque de su novio, a quien ya había denunciado unos meses antes por violencia doméstica, cuando la agarró a piñas en la cara.

Los días posteriores al crimen los medios vomitaban títulos dignos de los noventa y la calificaban de “viuda negra”, haciendo un scroll público de sus redes sociales, interpretando sus fotos, sus trompitas y poses de putita. Dos personas allegadas a ella me vinieron a ver para contarme la otra versión. Más tarde también vinieron Gustavo y el abogado Matías Gutiérrez, que no quería saber nada con que escribiera. Su presencia era más bien la del garante de un silencio que debía mantenerse para su clienta mientras se desataba una batalla legal.

La “Nahir Galarza de Santa Cruz”, como la llamaron algunos titulares , es peluquera, hija única de una pareja de clase media. Fue al Jardín 50 y luego al Colegio Salesiano. De chica le gustaba mucho jugar en la calle a la pelota y disfrazarse o perderse en el mundo de las Barbies. Podía pasar horas bailando como loca con su prima, ensayando las coreografías de Panam y Floricienta.

Su tía Susana dice que “siempre sus ojos hablaron más que su boca” y que aunque era inquieta, siempre fue obediente con su familia. Me pregunto si la mirada no se le fue también: no al matar a Juan Manuel Padrón, sino cuando falleció Silvana, su mamá, en un accidente de autos. Eran compinches, tan cercanas que ni con el agite de la adolescencia dejaron de confiar la una en la otra. Los Tipitos, Estelares y Attaque 77 son algunas de las bandas que escucha sólo porque le gustaban también a su mamá.

Ese día, en el sillón, Sofía hacía esfuerzos por incorporarse, pero la cabeza pesada caía sobre el hombro de su papá, que la abrazaba y reconstruía el relato por ella.

De nuevo en la escalera, sonaron golpes cortos y secos. Era Jeremías, el hijo de Sofía, que fue hacia ella y se recostó a su lado como un gatito. Tiene 6. Se notaba que estaba contento.

“La extrañaba mucho”, dijo Gustavo y explicó que durante el último tiempo de la relación que tuvo su hija con Padrón, el niño se fue a vivir con su papá porque no quería estar con ellos.

Cuando Sofía viajó a internarse, Jeremías quedó en Santa Cruz.

Las conversaciones por teléfóno y videollamada entre nosotras siguieron en Gens. “Estoy empezando a entender lo que pasó, a recordar, pero me cuesta”, me dijo por teléfono tiempo después, ya con la lengua menos pesada.

Durante los meses que siguieron el caso fue apagando su efervescencia. Algunas palmas de luz lucían fotocopias con su cara y la leyenda “asesina” y todavía en quioscos se distribuyen folletos con la cara de él y la frase “la violencia no tiene género”. Lo mismo con calcos en algunos coches.

Aunque tomó otro color cuando el Juzgado de Recursos revocó la falta de mérito y le ordenó a la jueza Suárez que procesara a Sofía por el crimen. Más tarde, llegaría la tobillera, y su inminente traslado a un penal.

Hay algo en ella que molesta. No es solo lo que hizo. Sofía no parece arrepentida, y eso tiene sentido porque de lo contrario sería admitir que estaba dispuesta a perder la vida esa noche.

Desde la clínica estudia inglés y la última vez que conversamos me dijo que no iba a volver más a Santa Cruz. Que si acaso la Cámara de Apelaciones le concedía la libertad, retomaría la carrera de esteticista para perfeccionarse en la técnica de uñas esculpidas.

Sofía sigue coqueta, ahora se acomoda el pelo que deja caer sobre un costado de la cara, sonríe, pero aún no encuentra las palabras para describir lo que pasó aquella noche del año de la peste.