Un sonido potente

por Emiliana Cortona

Celia Eymann se pregunta todo el tiempo: ¿por qué no? Fue la primera estudiante de violonchelo de la Escuela de Música de Neuquén, pero también toca el bombo, la guitarra, los tambores. Y canta. De aquello que parecía incompatible, nació un estilo propio, un ritmo que no necesita de orquestas, una forma de felicidad.

Marzo 2022

Se sienta como esperando el colectivo, pero está en su dormitorio. Abre las piernas y apoya sólo los talones, las puntas de los pies quedan en el aire. Arrastra el violonchelo a su pecho, lo traba con las rodillas a 90 grados. Sus hombros están relajados. Su espalda recta no toca el respaldo de la silla. El coxis suelto, movible. Los brazos firmes abrazan el instrumento, los ejercicios con pesas les dieron fortaleza. Acomoda sus manos en las cuerdas, “¿Cómo era?”, sonríe, se acomoda los anteojos marco rojo, “ahora hasta que no me salga entro en loop”.

La que está a punto de tocar la suite N°. 2 de Bach es Celia Eymann. A los 39 años es la primera vez que vive sola, en un departamento a pocas cuadras del centro de la ciudad de Neuquén, ya no comparte casa con su hijo de 20. No la acompañan violines, ni trombones ni clarinetes. No hay orquesta a su alrededor. “Tocar sola fue una circunstancia, no tenía compañeros y muchas veces no tenía profesores”. Celia fue la primera estudiante de violonchelo de la Escuela Superior de Música de Neuquén. Un conocido le dijo: “Venite, hay un chelo en la escuela, le ponemos cuerdas y estudias acá”.

Celia se formó en Fiske Menuco – General Roca, Río Negro, varios años en el Instituto Universitario Patagónico de Artes. Sus padres músicxs le habían advertido que “el ambiente académico, de orquesta, es competitivo, inhóspito”. Y lo comprobó. En una de sus primeras clases un profesor, frente al grupo de 9 estudiantes, dijo:

- Están muy grandes para tocar el chelo.

Con 20 años calló. “¿Grande para qué?”. El aula se quedó en silencio. “Si tocar el violonchelo es algo que me hace feliz”, lo miró y pensó, “¿soy grande para ser feliz a los 20?”.

En Neuquén se encontró sin carrera y sin profesores. Fue la única alumna por tres años. Lxs docentes fluctuaban, algunxs viajaban de otras provincias para darle clases. “Siempre pensé en abandonar. Era re difícil. Pero lo que me ayudó fue ser muy diversa”.

En paralelo aprendió a tocar tambores de candombe, dirigió la primera murga uruguaya de Neuquén, participó de la orquesta sinfónica y formó parte de coros. “Eran como dos mundos que nunca se cruzaban. El que me conocía que yo tocaba chelo no me conocía que yo cantaba. El que me conocía de la murga no sabía que yo tocaba el chelo”.

Y en la Escuela Superior de Música de Neuquén esa diversidad no era bien vista. “¿Para qué tocas el bombo?” le preguntó un profesor, “¿para que aprendes tambores si querés tocar el chelo?”. Celia ensayó una respuesta en su cabeza: “¿Por qué no?”. En otra clase, otro docente le dijo: “Tenés que mejorar el agarre”, “tenés que tener más actitud”, “tenés que subir el volumen”, hasta que soltó: “A ver ¿cómo te lo explico?, tocás como minita”. Celia lo miró. Las palabras rebotaron en las paredes del aula vacía. Agarró su violonchelo, salió del aula y no regresó jamás.

No pretendía ser la revelación juvenil de ninguna agrupación, no quería ser una chelista de orquesta encorsetada en la música clásica. Solo soñaba tocar con su chelo lo que le venga en gana, un chamamé como “Corazón de Curupí” de Chacho Muller o “Coplitas del pescador” de Aníbal Sampayo. Lo popular y lo clásico habitaban en ella.

Un día se preguntó: “¿Por qué se puede tocar la guitarra y cantar y yo no puedo hacer lo mismo con el chelo?”. Y empezó a probar. Se inventó ejercicios. Buscó la mejor forma de sentarse para poder respirar, cantar y tocar el violonchelo. “Tocar y cantar es como escuchar dos voces al mismo tiempo. En el piano o en la guitarra vos pones los dedos y suena. Pero, con el chelo tenés que pensar antes de tocar, tenés que pensar dos voces al mismo tiempo: lo que vas a cantar y lo que vas a tocar”.

Con su corto repertorio de música popular y chelo le dijo que sí a cada invitación que le hicieron. Tocó en una vigilia por el 24 de marzo en un teatro de Neuquén, en varietés, en centros culturales, en pequeños teatros, y hasta en actividades en la calle. Entre presentación y presentación se dio cuenta que eso que le criticaban sus profesores a ella la enorgullecía.

Ahora, en su dormitorio, pasa el arco sobre las cuerdas del chelo que le regaló Silvia Fraiman, la primera violenchelista que vio en su vida y que años después, en un interludio le dijo: “Quiero que mi chelo sea tuyo, tomá”. Se escucha Bach, pero podría ser una vidala o “Estrellas” de Leo Masliah. La luz entra por la ventana, aja la cabeza, levanta la punta de los pies y ensaya una melodía. “¿Así era?” Pasa el arco sobre las cuerdas, levanta la cabeza y cierra los ojos. “Hoy tengo la bandera de hacer lo que se me cante”. Un sonido potente inunda la habitación. “No tengo que ser la mejor del mundo, tengo que hacer lo que me haga bien”.